ROMA, viernes 10 febrero 2012 (ZENIT.org).- Nuestra columna «En la escuela de san Pablo…» ofrece el comentario y la aplicación correspondiente para el 6º domingo del Tiempo ordinario.
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Pedro Mendoza LC
«Por tanto, ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios. No deis escándalo ni a judíos ni a griegos ni a la Iglesia de Dios; lo mismo que yo, que me esfuerzo por agradar a todos en todo, sin procurar mi propio interés, sino el de la mayoría, para que se salven. Sed mis imitadores, como lo soy de Cristo». 1Cor 10,31–11-1
Comentario
Hacia el final del cap. 10 (vv. 23-30) san Pablo, una vez alejado el peligro de que se interprete mal y se falsee en Corinto su doctrina sobre la libertad, pasa a la exposición de las instrucciones prácticas que se derivan de sus principios. Enumera tres casos concretos, no sin volver a recordar de nuevo el principio básico de la libertad ya formulado en un contexto anterior: «‘Todo me es lícito’; mas no todo me conviene. ‘Todo me es lícito’; mas ¡no me dejaré dominar por nada!» (6,12). Les hará ver que también en estos casos sigue en vigor ese principio.
¿Cuáles son estos tres casos y qué respuesta ofrece el Apóstol? En el primero reporta el caso con relación a lo que se vende y compra en el mercado. A la pregunta si se puede comprar y comer sin más preocupación, san Pablo responde afirmativamente, precisando que se excluya toda apariencia de culto a los dioses. El segundo caso recoge otra situación: la invitación a comer con un infiel. El Apóstol responde refiriéndose al principio vigente de la libertad. Pero surge el último caso: ¿existe alguna limitación en la aplicación de las respuestas dadas a las situaciones precedentes? San Pablo asiente: en consideración a los débiles, y para evitar el posible escándalo, es preciso mostrarse circunspecto y respetuoso con ellos en esas situaciones.
En el pasaje de este domingo (10, 31–11-1), vemos cómo el Apóstol da un paso más allá de los consejos de casuística práctica ofrecidos anteriormente. Como buen maestro, replantea toda la cuestión en su total anchura y profundidad. Con relación al tema de la comida de ciertas carnes, aplica y generaliza lo que él considera esencial para un cristiano en toda clase de comidas, y bebidas, y aun en todo género de actividad. Con este replanteamiento y la respuesta al mismo, evitará otros equívocos y resolverá otros eventuales interrogantes.
San Pablo precisa, en primer lugar, que el actuar del creyente no abraza solamente los actos religiosos. Para un cristiano todo está referido a Dios; para un cristiano todo sirve a la gloria de Dios: tanto el comer, como el beber o el hacer cualquier otra cosa. Esto quiere decir que todo cuanto el creyente hace dentro de su existencia humana, y en el uso de las cosas del mundo que el Creador ha destinado al hombre, en todo esto debe dirigirse hacia Dios. Más todavía, por todo esto debe dar gracias a la divinidad. Y, consecuentemente, experimentará una alegría mucho más profunda buscando alcanzar en todo ello el destino de su vida, dar gloria a Dios: «hacedlo todo para gloria de Dios».
Pone punto final a este tema, con dos observaciones convergentes en un único motivo: la imitación. En primer lugar, remarca la advertencia ya hecha. Es preciso evitar, en todos los aspectos, el escándalo. De ello el mismo Apóstol es ejemplo a imitar. A esto añade, de modo sorprendente, la alusión al ejemplo de Cristo, quien obró siempre buscando la gloria del Padre y el bien de los hombres. Nuevamente san Pablo afirma su condición de imitador de Cristo en este modo de actuar.
Estas últimas palabras de san Pablo contienen el principio de la imitación en el sentido de seguimiento, y el seguimiento en el sentido de imitación. A la comunidad de Corinto, y en ella a todas las demás comunidades creyentes que escucharán sus palabras, el Apóstol les invita, con gran osadía, a considerar su vida, como un espejo en el cual deben mirarse. A lo largo de esta carta, san Pablo ha contrapuesto con suficiente energía su conducta a la de los corintios. Les hace ver cómo detrás de la imagen de su vida y bajo sus palabras resplandece el mismo Jesús, cuya síntesis de vida señalará en otra de sus cartas: no se complació sólo a sí mismo (Rom 15,3), sino que se entregó por todos nosotros. Esta imagen de Cristo es la que san Pablo tiene siempre ante sus ojos como norma de vida. Por eso puede afirmar con todo derecho, y sin pecar de orgullo, su condición de fiel imitador de Cristo y su exhortación a que todos hagan lo mismo: «sed mis imitadores, como lo soy de Cristo» (1Cor 11-1).
Aplicación
«Sed mis imitadores, como lo soy de Cristo».
En el Evangelio de esta semana del tiempo ordinario, Cristo, a quien estamos acompañando en su vida pública, nos revela otra nota distintiva de su personalidad: su capacidad de solidaridad con los más indigentes, entre los que se encuentran los enfermos y los pecadores. A uno de ellos, un leproso, Cristo restituye la salud y, consecuentemente, el estado de pureza legal. El pasaje de la primera lectura nos presenta la normativa tan estricta de la antigua ley con relación a quienes padecían la enfermedad de la lepra, símbolo de impureza y de pecado, que eran expulsados del propio pueblo. San Pablo se nos presenta como modelo a imitar, en cuanto que él mismo busca asemejarse en todo a Cristo, en particular, en su búsqueda de la gloria de Dios y de la donación al prójimo por amor a Él.
La normativa recogida en el libro del Levítico (13,1-2.45.46) sobre el trato que debía darse a las personas que padecían la lepra suena dura a nuestros oídos. Tan severa normativa resulta más comprensible colocada en su marco adecuado, que es la ley de la santidad: «Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,2). Y la lepra en aquel tiempo era señal de estado de impureza, y de pecado, tan contrarios a la santidad de vida. A nosotros nos ayuda a comprender que, para poder entrar en comunión con el Dios santo, debemos vivir en la santidad de vida, ajena a todo pecado. Cultivemos, pues, esa limpieza de alma y de cuerpo que tanto embellece a las personas haciéndolas dignas de la amistad de Dios. Si, por desgracia, tenemos debilidades y manchas, acudamos a Él, en el sacramento de la reconciliación, donde podrá purificarnos y sanarnos.
Llena de consuelo profundo contemplar ese corazón de Cristo que se compadece y es solidario con todos, en particular con los más indigentes. Así lo vemos en el relato del Evangelio de san Marcos (1,40-45), acogiendo y sanando a un leproso, quien sufría tanto en lo físico y en lo espiritual. El poder de Cristo es tan grande que, al tocar al leproso, no sólo evita el contagio de su impureza, sino que Él mismo transfiere a aquel miserable toda la pureza de su perdón y de su amistad. Con cuánta confianza debemos acudir a Cristo, que se muestra tan compasivo y misericordioso para con cada uno de nosotros. Abracémonos a Él, que ha venido a salvarnos y que quiere restituirnos toda la pureza del estado primigenio anterior al pecado, fuente de comunión con Dios y con los demás.
En la segunda lectura tomada de la primera carta a los Corintios (10,31–11-1), san Pablo nos invita a imitar a Cristo. Nos lo dice de una forma indirecta, en cuanto que se nos presenta él mismo como modelo a imitar: «Sed mis imitadores, como lo soy de Cristo». Sentimos, por tanto, la llamada a imitar a Cristo. A la luz del Evangelio de este domingo, podemos descubrir uno de esos rasgos característicos de la persona de Cristo que debemos cultivar en nuestras vidas: estar siempre llenos de compasión para con todos los que sufren, y también para con los pecadores. Muchas veces ellos, quienes se encuentran en estado de pecado, pueden verse o sentirse separados de la comunidad cristiana por culpas personales y, por lo mismo,
carentes de una relación positiva con Dios y con la comunidad.
A ellos abramos el corazón como Cristo para salirles al encuentro con nuestra oración, con nuestro apoyo y con el testimonio de vida santa, para que logren liberarse de todo aquello que les aparta de Dios y gozar de la plena comunión de vida con Él y con los demás.