ROMA, viernes 2 marzo 2012 (ZENIT.org).- Nuestra columna «En la escuela de san Pablo…» ofrece el comentario y la aplicación correspondiente para el 2º domingo de Cuaresma.
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Pedro Mendoza LC
«Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, y que intercede por nosotros?». Rom 8,31b-34
Comentario
La primera parte del cap. 8 de la carta a los Romanos concluye con un llamamiento de san Pablo a los fieles para que sean conscientes de su nueva dignidad de hijos de Dios poniendo delante la promesa de que los que ahora «padecemos» «seremos glorificados» en el futuro (v.17). Con ello apunta ya el tema que domina la parte siguiente del cap. 8, a saber: la esperanza futura de los cristianos (vv.18-30). Como señala el Apóstol, la promesa cristiana del futuro tiene su fundamento en Dios y en su acción liberadora por medio de la muerte y resurrección de Jesús. A continuación de esta segunda parte del cap. 8 prorrumpe el Apóstol en una especie de himno al amor de Dios que se ha manifestado en Cristo Jesús (vv.31-39). De la primera parte de este himno está tomada la lectura de este domingo.
En este himno de júbilo y exaltación al amor de Dios en Cristo Jesús, san Pablo declara que para la humanidad ha sido obtenida la victoria de todas las realidades que se contraponen a ella. Y lo hace remontándose a la causa primera de todo cuanto Cristo ha hecho por ella: el amor que procede de Dios. Por este motivo, como afirmará en la segunda parte de este himno (vv.35-39), tiene la certeza de que ninguna creatura nunca podrá separar de Dios a los cristianos justificados, pues su unión con Él está totalmente firme y asegurada, gracias a este amor.
El tono de este pasaje recuerda el de las aulas tribunales. Pero a diferencia de la sombra de incertidumbre que acompaña los procesos judiciales, aquí resplandece la garantía de la obtención de un veredicto favorable, pues el abogado defensor ante los eventuales acusadores es Dios mismo. Así san Pablo lo afirma con contundencia desde el inicio, con una certeza que proviene de la fe y de la esperanza: «¡Dios está por nosotros!». Es un grito de júbilo ante la realidad de un Dios que toma la iniciativa del plan de salvación. A nuestro favor, en nuestra defensa está por tanto ese mismo Dios que no dudó en ofrecer a su mismo Hijo para realizar la redención del género humano: «lo entregó por todos nosotros» (v.32).
Ahora bien, el grito de gozo que brota de la certeza de la presencia amorosa y benéfica de Dios en nuestra vida de creyentes en Cristo no necesariamente niega los «sufrimientos del tiempo presente» (v.18) y las exigencias de una vida en esperanza. De hecho ambas cosas no se excluyen. Pues el que nosotros amemos a Dios y respondamos así a la llamada que nos ha dirigido, no se puede concebir y menos llevar a efecto sin Dios, sin el Dios que precisamente se ha manifestado como un «Dios por nosotros» y que por amor ha entregado a su Hijo por todos nosotros. Por otra parte, conviene recordar que el «Dios por nosotros» de este grito de victoria es el Dios de quienes esperan con paciencia (v.25).
Cuando san Pablo interpela con una pregunta retórica a quienes pretendieran asumir el papel de acusadores contra los «elegidos de Dios», ya conoce la respuesta, que es nula. El único que tendría el derecho de hacerlo, Dios, es quien realiza lo contrario, ofreciéndoles la salvación. Sus «elegidos» han obtenido de hecho la salvación, han recibido el «espíritu de adopción» (v.15) y ahora son «hijos de Dios», disponen de la promesa de la gloria futura. A ellos Dios se «lo dará también todo» en el Cristo muerto y resucitado por ellos.
Con otra pregunta retórica, san Pablo plantea la cuestión de la posibilidad de ser condenados por el juez, en quien esta vez reclama a Cristo Jesús. De nuevo su respuesta no puede ser sino negativa. Ha sido Cristo quien ha asumido la forma humana «en vistas del pecado» (8,3), quien ha sacrificado a sí mismo en la muerte por nosotros (4,25), quien ha resucitado e intercede por nosotros ante el Padre (8,33). El Apóstol coloca en Cristo el fundamento de nuestra certeza sobre la salvación, la obra justificante de Dios, que supera la acción destructora del pecado.
Ante esta pregunta el interlocutor que podría intentar formular una querella condenatoria permanece en silencio. Pero san Pablo rompe ese silencio con el grito de «¡Jesucristo!», quien con su vida ha puesto punto final a la palabra condenación. Y es éste un grito de socorro, la llamada al redentor frente a la acusación condenatoria del enemigo de la salvación. Jesucristo, es decir, el que ha muerto por nosotros, el que ha resucitado, está sentado a la derecha de Dios e intercede en favor nuestro. Jesucristo no es, por ende, un pasado, sino el presente y el futuro para nosotros.
Aplicación
Abrazarnos al Cristo que, en la Pascua, muere y resucita por nosotros.
La liturgia de este segundo domingo de Cuaresma está estratégicamente colocada como una etapa fundamental de la preparación a la celebración del misterio pascual. Toda ella nos recuerda los dos elementos esenciales de la Pascua: el sacrificio y la resurrección. La primera lectura nos presenta el sacrificio de Abrahán; luego la segunda lectura nos habla del sacrificio de Cristo. Finalmente, el Evangelio con el relato de la transfiguración nos presenta la contraparte de este misterio pascual, mostrándonos por anticipado la glorificación de Cristo que se realiza con su resurrección.
La primera lectura, tomada del libro del Génesis (22,1-9a.10-13.15-18), nos refiere el episodio en que Dios pone a prueba la fe de Abrahán, pidiéndole sacrificar a su hijo en holocausto. Pero el relato insiste más que en el sacrificio de la víctima, en el del patriarca que debe llevar a cumplimiento tal mandato: se trata de su único hijo predilecto. Abrahán responde con total docilidad y confianza en Dios que es fiel y que no le abandonará en esa prueba tanto sufrida: «Dios proveerá…» (v.8). Dios por medio del Ángel detiene la mano de Abrahán a punto de sacrificar a su hijo y alaba su fe y lo colma de bendiciones. Dios también en nuestras vidas nos invita a abrazar el sacrificio en diverso modo, demostrando así que nuestra fe y amor a Él son auténticas. Nunca desconfiemos de Dios por más duras y difíciles que sean las pruebas que su amor nos invite a abrazar. Sólo así alcanzaremos todas las bendiciones que Él ha unido al sufrimiento redentor.
Ante el sacrificio de Cristo, recordado en la segunda lectura, y prefigurado en el de Abrahán, el evangelista pone como contraparte el anuncio del evento de glorificación que lo acompañará con su resurrección. Para ello se sirve del relato de la transfiguración (Mc 9,2-10), que es una glorificación anticipada que tiene lugar previamente al sacrificio de Cristo. De este modo todo el misterio pascual (pasión, muerte y resurrección) de Cristo adquiere nueva luz y sentido: es el mismo Hijo de Dios quien lo lleva a cumplimiento. Incrementemos nuestra fe en Él para descubrir que quien sufre y quien resucita en la Pascua no es un hombre cualquiera sino el mismo Hijo de Dios, quien se encarnó para salvarnos.
En la segunda lectura (Rom 8,31b-34), san Pablo muestra el sacrificio que Dios mismo ha hecho por nosotros: «no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros». Estas palabras, a la luz del sacrificio de Abrahán, hacen resplandecer hasta dónde llegó el sacrificio abrazado por Dios Padre, en la realización del misterio pascual. Cristo se sacrificó, en completa adhesión a esa misma generosidad d
el Padre, que entregó a su propio Hijo. Esta extraordinaria generosidad de Dios nos debe llenar de confianza y de gratitud. Como dirá el Apóstol poco más adelante: nada ni nadie nos puede separar de Cristo que así nos ha amado (vv.38-39). Conscientes de todo lo que implica este sacrificio de amor, abracémonos al Cristo que, en la Pascua, muere y resucita por nosotros.