CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 14 marzo 2012 (ZENIT.org).- La Audiencia General de la mañana de este miércoles tuvo lugar a las 10,30 horas en la plaza de San Pedro, donde Benedicto XVI se encontró con grupos de fieles y peregrinos de Italia y del mundo. En su discurso, el papa ha iniciado un nuevo capítulo de su catequesis: la oración en los Hechos de los Apóstoles y en las Cartas de san Pablo, y centró hoy su meditación en concreto en la presencia orante de María en el grupo de los discípulos que serán la primera Iglesia naciente. Ofrecemos las palabras del papa.
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Queridos hermanos y hermanas:
Con la catequesis de hoy me gustaría empezar a hablar de la oración en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas de San Pablo. San Lucas nos ha dado, como sabemos, uno de los cuatro evangelios, dedicado a la vida terrena de Jesús, pero también nos ha dejado aquello que se ha denominado el primer libro sobre la historia de la Iglesia, es decir, los Hechos de los Apóstoles. En estos dos libros, uno de los elementos recurrentes es justamente la oración, sea la de Jesús, sea la de María, de los discípulos, de las mujeres y de la comunidad cristiana. El camino inicial de la Iglesia está marcado principalmente por la acción del Espíritu Santo, que transforma a los apóstoles en testigos de Cristo resucitado hasta el derramamiento de sangre, y de la rápida difusión de la palabra de Dios en oriente y occidente. Sin embargo, antes que la proclamación del evangelio se propague, Lucas narra la historia de la ascensión del Resucitado (cf. Hch. 1,6-9). A los discípulos el Señor les entrega su programa de vida, dedicada a la evangelización, y les dice: «Recibirán la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra». (Hch. 1,8). En Jerusalén, los apóstoles que eran once, por la traición de Judas Iscariote, se reunieron en la casa a orar, y justamente en oración esperan el don prometido de Cristo resucitado, el Espíritu Santo.
En este contexto de espera, entre la ascensión y Pentecostés, san Lucas menciona por última vez a María, la madre de Jesús, y su familia (v. 14). A María le ha dedicado los inicios de su Evangelio, desde el anuncio del ángel hasta el nacimiento y la infancia del Hijo de Dios hecho hombre. Con María comienza la vida terrena de Jesús y con María comienzan también los primeros pasos de la Iglesia; en ambas ocasiones el clima es de escucha de Dios, de recogimiento. Hoy, por lo tanto, quisiera detenerme sobre esta presencia orante de la Virgen en el grupo de los discípulos, que serán la primera Iglesia naciente. María siguió con discreción todo el camino de su Hijo durante la vida pública, hasta el pie de la cruz, y ahora continúa siguiendo, con una oración silenciosa, el camino de la Iglesia. En la anunciación, en la casa de Nazaret, María recibe al ángel de Dios, y atenta a sus palabras, lo acoge y responde al designio divino, expresando su total disponibilidad: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (cf. Lc 1,38). María, por la misma actitud interior de escucha, es capaz de leer su propia historia, reconociendo con humildad que es el Señor el que actúa. En la visita a su pariente Isabel, prorrumpe en una oración de alabanza y de alegría, de celebración de la gracia divina que ha llenado su corazón y su vida, haciéndola la Madre del Señor (cf. Lc. 1,46-55). Alabanza, acción de gracias, alegría: en el cántico del Magnificat, María no ve solo lo que Dios ha hecho en ella, sino también a lo que hizo y hace continuamente en la historia. San Ambrosio, en un famoso comentario sobre el Magnificat, invita a tener el mismo espíritu en la oración y dice: «Que en cada uno esté el espíritu de María para alabar al Señor, y esté en cada uno el espíritu individual de María para exultar a Dios» (Expositio Evangelii secundum Lucam 2, 26: PL 15, 1561).
Incluso en el cenáculo de Jerusalén, en la «habitación del piso alto, donde solían reunirse» los discípulos de Jesús (cf. Hch. 1,13), en un clima de escucha y de oración, ella está presente, antes de que las puertas se abran de par en par y comiencen a anunciar a Cristo el Señor a todos los pueblos, enseñándoles a guardar todo lo que les había mandado (cf. Mt. 28,19-20). Las etapas del camino de María, de la casa de Nazaret a la de Jerusalén, a través de la cruz donde su Hijo la encomienda al apóstol Juan, se caracterizan por la capacidad de mantener un clima persistente de recogimiento, para meditar cada evento en el silencio de su corazón frente a Dios (cf. Lc. 2,19-51) y en la meditación delante de Dios, hasta entender su voluntad y ser capaz de aceptarla en su interior. La presencia de la Madre de Dios con los once, después de la Ascensión, no es sólo un registro histórico de una cosa del pasado, sino que adquiere un significado de gran valor, porque Ella comparte con ellos lo más valioso: la memoria viva de Jesús, en la oración; comparte esta misión de Jesús: preservar la memoria de Jesús y así mantener su presencia.
La última mención de María en los dos escritos de san Lucas se dan en el sábado: el día del descanso de Dios después de la creación, el día de silencio después de la muerte de Jesús y de la espera de su Resurrección. Y en este episodio tiene sus raíces la tradición de Santa María en sábado. Entre la Ascensión del Resucitado y el primer pentecostés cristiano, los apóstoles y la Iglesia se reúnen con María para esperar con ella el don del Espíritu Santo, sin el cual no se puede llegar a ser testigos. Ella, que ya lo ha recibido por haber generado el Verbo encarnado, comparte con toda la Iglesia la espera del mismo don, para que en el corazón de cada creyente «sea formado Cristo» (cf. Ga. 4,19). Si no hay Iglesia sin Pentecostés, no hay tampoco Pentecostés sin la Madre de Jesús, porque ella ha vivido de una forma única, lo que la Iglesia experimenta cada día bajo la acción del Espíritu Santo. San Cromacio de Aquilea comenta así el registro de los Hechos de los Apóstoles: «Se reunió por lo tanto la Iglesia, en la habitación del piso superior junto con María, la Madre de Jesús, y junto a sus hermanos. Por consiguiente, no se puede hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor… La iglesia de Cristo está allí donde se predica la Encarnación de Cristo en la Virgen, y, donde predican los apóstoles, que son los hermanos del Señor, allí se escucha el evangelio» (Sermo 30,1: SC 164, 135).
El Concilio Vaticano II ha querido poner de relieve, en particular, este vínculo que se manifiesta visiblemente en el orar junto con María y con los Apóstoles, en el mismo lugar, a la espera del Espíritu Santo. La constitución dogmática Lumen Gentium afirma: «Por no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos que los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, «perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y con los hermanos de éste» (Hch 1, 14), y que también María imploraba con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación ya la había cubierto a ella con su sombra.» (n. 59). El lugar privilegiado de María es la Iglesia, que es «proclamada como miembro excelentísimo y enteramente singular…, tipo y ejemplar acabadísimo de la misma en la fe y en la caridad, (ib., n. 53).
Venerar a la Madre de Jesús en la Iglesia, significa entonces aprender de ella a ser una comunidad que ora: esta es una de las características esenciales de la primera descripción de la comunidad cristiana descrita en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,42). La oración está a menudo referida a situaciones difíciles, de problemas personales que llevan a dirigirse a su vez al Señor para tener luz, consuelo y ayuda. María
nos invita a abrir las dimensiones de la oración, a dirigirnos a Dios no solo en la necesidad y no solo para sí mismo, sino de modo unánime, perseverante, fiel, con un «solo corazón y una sola alma» (cf. Hch. 4,32 ).
Queridos amigos, la vida humana atraviesa diversas etapas de transición, a menudo difíciles y exigentes, que requieren decisiones obligatorias, renuncias y sacrificios. La Madre de Jesús ha sido colocada por el Señor en momentos decisivos de la historia de la salvación y ha sabido responder siempre con plena disponibilidad, fruto de una profunda relación con Dios, madurada en la oración asidua e intensa. Entre el viernes de la Pasión y el domingo de la Resurrección, a ella se le confió el discípulo amado, y con él a toda la comunidad de los discípulos (cf. Jn. 19,26). Entre la Ascensión y Pentecostés, ella está con y en la Iglesia en oración (cf. Hch. 1,14). Madre de Dios y Madre de la Iglesia, María ejerce su maternidad hasta el final de la historia. Le encomendamos todas las fases del paso de nuestra existencia personal y eclesial, no menos que la de nuestro tránsito final. María nos enseña la necesidad de la oración y nos muestra que sólo con un vínculo constante, íntimo, lleno de amor con su hijo, podemos salir de «nuestra casa», de nosotros mismos, con coraje, para llegar a los confines del mundo y proclamar en todas partes al Señor Jesús, salvador del mundo.
Traducción del original italiano por José Antonio Varela V.
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