ROMA, viernes 16 marzo 2012 (ZENIT.org).- Nuestra columna «En la escuela de san Pablo…» ofrece el comentario y la aplicación correspondiente para el 4º domingo de Cuaresma.
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Pedro Mendoza LC
«Pero Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo –por gracia habéis sido salvados– y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos» (Ef 2,4-10).
Comentario
El pasaje propuesto como segunda lectura en este domingo de cuaresma está tomado de la carta a los Efesios. En estos versículos el Apóstol nos ayuda a comprender el misterio de la salvación en Cristo que se ha realizado por gracia de Dios. En primer lugar, hemos sido vivificados con Cristo y colocados en el cielo (vv.4-6). Luego nos indica que la finalidad de esta acción salvífica es para alabanza de la gloria de su gracia (v.7). Pasa a continuación a señalar que la salvación se ha realizado por la gracia a través de la fe, no por las obras (vv.8-9). Finalmente, nos recuerda que hemos sido creados de nuevo en Cristo para obras buenas (v.10).
Poco antes, san Pablo ha descrito la situación común en que se encontraban tanto los judíos como los paganos antes de la obra redentora realizada por Cristo: perdición sin remedio. Nuestro pasaje inicia con un viraje repentino: «Pero Dios…». El Apóstol sabe que sólo Dios podía ayudarnos en esa situación en que nos encontrábamos y lo ha hecho realmente. Hablando de este acontecimiento, destaca en todo ello el carácter marcadamente gratuito de esta intervención divina: «Dios, que es rico en misericordia», «por el grande amor». La expresión «estando muertos» indica el estado en que nos encontrábamos no de muerte física, sino de separación de Dios, de enemistad con Él.
Resplandece, por tanto, la gratuidad del amor de Dios que está en la base de su gesto salvífico: «nos vivificó juntamente con Cristo –por gracia habéis sido salvados–» (v.5). La «salvación» otorgada en Cristo, puede entenderla más plenamente quien estando condenado a una muerte segura ha sido arrancado y conducido a la vida. Y precisa nuevamente el Apóstol: todo esto ha sido «por gracia». Y en esta abundancia de gracia coloca los otros dones que nuestra redención nos ofrece: «y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús» (v.6). De esta forma nos ayuda a comprender que lo que se ha realizado en Cristo, como cabeza del cuerpo que es la Iglesia, se cumplirá también en nosotros, miembros de este cuerpo. Cristo está elevado sobre todos los cielos a la derecha del Padre, y por consiguiente nosotros, como miembros suyos, también hemos sido llamados a participar en la gloria de Dios, que ya ahora tenemos como «prenda de nuestra herencia» (1,14).
La acción salvífica divina está destinada a la alabanza de la gloria de su gracia (2,7). Esta finalidad ha quedado ya afirmada en tres ocasiones en el himno de alabanza con que inicia la carta a los Efesios (1,3-14). Igualmente aquí, en toda esa manifestación de la misericordia y del amor divinos, el último objetivo sólo puede ser la gloria de Dios.
En el proceso por el cual hemos alcanzado la salvación la fe juega un papel decisivo (2,8-9). Es aquí donde el hombre interviene en primera persona, pero sin olvidar que últimamente este mismo paso de la fe es propiciado y secundado por la gracia de Dios. Creer quiere decir recibir, aceptar, lo que Dios da: su salvación obrada en Cristo. Creer implica renunciar a buscar la salvación a través de las propias obras y a aceptarla como un don de Dios ante el cual sólo cabe acogerla con gratitud. De modo que «nadie se gloríe». ¿Qué es este «gloriarse», que hay que excluir a toda costa? Es aquella postura íntima del hombre que quiere afirmarse a sí mismo, vivir no de lo que recibe, de la gracia de otro, sino de lo que él mismo crea, sabe y es. Es el hombre que tiene tendencia a la propia gloria, desde que los primeros padres quisieron ser «como Dios», crear por sí mismos su felicidad y no tener que deberle nada a nadie.
Ahora bien, cuanto afirmado anteriormente sobre el papel de la fe en el proceso de la salvación no hay que olvidar que últimamente también ella es fruto de la gracia de Dios. Esto no niega que al hombre le corresponde actuar en su vida ese proceso de salvación, que ha tenido origen en el bautismo. De ahí la necesidad de poner en acto las buenas obras para las que hemos sido creados (v.10), las cuales deben distinguir nuestra vida cristiana. Con las buenas obras continuamos secundando la acción de la gracia de Dios en nuestras vidas, pues se trata de esas «buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos». En todo esto se oculta un misterio insondable: el misterio de la concurrencia de la libre voluntad del hombre y de la acción de la gracia divina. En nuestra colaboración con la gracia de Dios por medio de nuestras obras, no hay que olvidar nunca que realmente la iniciativa la tiene siempre y en todas partes Dios.
Aplicación
Alegrarnos porque Dios «nos vivificó juntamente con Cristo».
En este tiempo de cuaresma la Iglesia nos invita con insistencia a la penitencia y a la conversión de vida para llegar preparados a la celebración de los misterios de nuestra redención. Pero este camino de preparación no es ajeno a los sentimientos de alegría y gozo interior que deben estar siempre presentes en nuestra vida. En efecto, el cuarto domingo de Cuaresma es el «domingo del gozo», una etapa de reposo en el camino penitencial que estamos recorriendo, antes de la subida definitiva a Jerusalén donde tendrán lugar los padecimientos y la muerte del Señor. Por eso las lecturas de este domingo nos muestran cuál es el verdadero motivo de este gozo: el amor generoso de Dios para con nosotros.
La primera lectura del 2º libro de las Crónicas (36,14-16.19-23) nos ofrece un motivo de gozo en la paciencia y en la generosidad de Dios con que nos envía sus mensajeros para guiarnos a la salvación. Así vemos cómo Dios ha ido mandando sus mensajeros para indicar a su pueblo el camino correcto que debe seguir, el camino que le asegura alcanzar la paz y el gozo. Y todo esto Dios lo hace porque ama a su pueblo y porque ama el lugar de su morada, en el espléndido templo de Jerusalén. Ante la infidelidad del pueblo y al castigo que debe sufrir por ella, el Señor le ofrece nuevamente su salvación, a través de Ciro el persa, quien permite a los judíos volver del exilio para adorar a Dios en su templo de Jerusalén.
Del mismo modo, en el Evangelio (Jn 3,14-21), Cristo presenta hasta dónde ha llegado la generosidad de Dios, su amor para con el hombre. A Nicodemo le hace ver en qué consiste este amor de Dios: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (v.16). Ahí, en esa suprema donación divina, está convertido en realidad y llevado a su plenitud ese amor de Dios prefigurado ya en el Antiguo Testamento. A la muerte de cruz a la cual han conducido a su Hijo quienes le han rechazado, Dios responde con la resurrección de Cristo y, en ella, con el triunfo definitivo de su amor que abre a todos los hombres las puertas de la salvación.
El Apóstol en la carta a los Efesios (2,4-10) nos ayuda a comprender mejor la grandeza del don de la salvación que Dios nos ha ofrecido, y que conmemoraremos una vez más en el triduo sacro de la Semana santa.
La salvación es obra de su amor por nosotros y va acompañada de abundantes gracias para nuestra vida, pues nos hace partícipes de la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte. Ante tantos dones recibidos no podemos sino reconocer en ellos todo ese amor infinito de Dios para con nosotros, su misericordia llena de delicadeza y de generosidad. En estos días de Cuaresma acojamos siempre mejor la misericordia de Dios, correspondiendo al perdón recibido de sus manos amorosas con una vida llena de justicia y de caridad. Llenemos también nuestro corazón de gozo porque Dios «nos vivificó juntamente con Cristo».