ROMA, viernes 27 abril 2012 (ZENIT.org).- Dado que en el 4º domingo de Pascua la segunda lectura dominical corresponde a un pasaje de la 1ª carta de san Juan, en esta ocasión nuestra columna «En la escuela de san Pablo…», ofrece el comentario y la aplicación de dicho pasaje.
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Pedro Mendoza LC
«Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!. El mundo no nos conoce porque no le conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es». 1Jn 3,1-2
Comentario
En el pasaje escogido como 2ª lectura de este tercer domingo de pascua, el autor de la 1ª carta de san Juan se detiene todavía en el pensamiento de que «hemos nacido de Dios». Ahora, para expresarlo, afirma que somos «hijos de Dios». «Haber nacido de Dios» y ser «hijo de Dios», según la comprensión joánica, no es algo que el hombre posea ya como criatura de Dios, sino que es un don absolutamente gratuito, un don que no se puede esperar ni cabe imaginar por parte del hombre. Tal vez lo que aquí quiere decir con la expresión de «hijo de Dios» queda clarificado considerando cuanto afirma a propósito de esto en el prólogo del Evangelio de san Juan: «A todos los que lo recibieron… les dio potestad de llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1,12). Con estas afirmaciones el evangelista nos ayuda a comprender que, para llegar a ser «hijo de Dios», es necesaria una «potestad» que ningún hombre tiene por sí mismo. Sólo puede tenerlo el Lógos, el Hijo unigénito que está en el seno del Padre. La filiación única y singularísima de Cristo es el presupuesto necesario para que nosotros podamos ser «hijos de Dios». Nosotros sólo podemos ser «hijos de Dios», sólo podemos «haber nacido de Dios», en cuanto participamos de la filiación del Hijo único. Puesto que «permanecemos en él» y cuando «permanecemos en él» (cf. Jn 15,10), no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que además lo somos.
Pero el autor no orienta nuestra mirada solamente a lo que somos por gracia, sino que primordialmente la dirige hacia el que nos da esta gracia, este regalo, y hacia su amor. «Mirad qué gran amor…» En la segunda mitad del v.1, se siente más aún la grandeza de lo que se nos ha dado graciosamente, al verlo sobre el trasfondo de la incomprensión por parte del «mundo»: «el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a él (a Cristo)». El «mundo» no nos «conoce», no nos puede acoger en su comunión como si le perteneciéramos a él, como tampoco conoció a Jesús, y por tanto lo aborreció (cf. Jn 15,18).
Como afirma el autor de la carta a continuación, el «haber nacido de Dios» y el ser «hijos de Dios», son cosas que traen consecuencias que todavía no pueden verse: «Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos» (v.2a). Esto significa que es inminente una transformación insospechada. Ahora bien, según el v.2b, es preciso resolver algunas preguntas: ¿a quién seremos semejantes? ¿A Dios o a Cristo? Y por las palabras «porque lo veremos tal como es», ¿se está significando una visión de Dios o una visión de Cristo? Para clarificar lo que quiere decir el autor, es útil recurrir al Evangelio de san Juan. En 17,24 afirma: «Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplan mi gloria». Allí Jesús quiere que los suyos estén allá donde él está, es decir, junto al Padre. Esta es una manera joánica de expresar que los discípulos han de «contemplar» al Padre. Pero, ¿por qué, entonces, la acentuación de la visión de Cristo en 17,24? Hay que tener en cuenta que los discípulos, según 17,24, han de contemplar la «gloria» de Jesús: el esplendor de su unión de amor con el Padre o el amor eterno del Padre, que envuelve a Jesús y lo hace una sola cosa con el Padre. Pues bien, 1Jn 3,2 expresa exactamente la misma realidad objetiva que Jn 17,24.
Por último, la expresión «tal cual (él) es» habla en favor de que aquí se trate últimamente de una visión de Dios. Esta expresión se acomoda mejor a Dios, que todavía está completamente oculto, que a Cristo (cf. 1Jn 4,12; y también Jn 1,18: «A Dios nadie lo ha visto jamás»). Esta visión de Cristo y de Dios, en la consumación, comporta, por su esencia, una trasformación.
«Aún no se ha manifestado lo que seremos» (v.2a). Para nosotros los cristianos es esencial tener presente que lo mejor no ha llegado todavía, que nuestra existencia cristiana actual está abierta para un cumplimiento, frente al cual lo que ya poseemos, puede parecer desproporcionadamente pequeño. El v.2, con su manera contenida de expresarse, explica que lo futuro (lo que todavía no se ha manifestado) habrá de ser algo que, por su energía de fascinación, ha de eclipsar toda la vida embelesadora y palpitante que hay en la creación actual. Y lo expone así sencillamente, porque la riqueza de Dios en realidad, aun con este verlo «tal cual es», no se agotará nunca. Ya que esta visión y «ser semejantes a él» será siempre algo incesantemente nuevo.
Aplicación</strong>
Acoger el amor que el Padre nos tiene hasta el punto de constituirnos en hijos suyos.
En este cuarto domingo de Pascua la liturgia de la Palabra continúa tocando los temas de la resurrección, del misterio pascual de Jesús y de sus consecuencias para nosotros. En la primera lectura, san Pedro en su discurso después de la curación del tullido de nacimiento da testimonio de la resurrección de Jesús. La segunda lectura nos habla de una de las consecuencias para nosotros del misterio pascual: nuestra filiación divina. Finalmente, en el Evangelio del Buen Pastor encontramos alusiones explícitas al misterio pascual, pues el «el Buen Pastor ofrece la vida por las ovejas».
El relato del libro de los Hechos de los apóstoles, escogido como primera lectura, nos presenta la singular transformación acontecida en Pedro después de la resurrección de Jesús y después de Pentecostés (Hch 4,8-12). Aquel Pedro, que ante la terrible prueba de la Pasión había renegado del Maestro tres veces, ahora, en cambio, después de la resurrección de Jesús, ha sido invadido de la presencia del Espíritu Santo y demuestra una convicción inquebrantable en su Maestro y una fuerza desbordante para anunciar el Evangelio. Habla con plena libertad a los jefes del pueblo y a los ancianos, y da testimonio de Él con valentía y autoridad: «sabed todos vosotros y todo el pueblo de Israel que ha sido por el nombre de Jesucristo, el Nazoreo, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre y no por ningún otro se presenta éste aquí sano delante de vosotros» (v.10).
En el Evangelio de este 4º domingo de pascua descubrimos la relación establecida entre el Buen Pastor y sus ovejas (Jn 10,11-18): una relación recíproca, profunda, muy fuerte, pues entre ambos existen ese «conocimiento» mutuo, es decir, una participación plena y total de la propia existencia. Esta relación recíproca consiste no en otra cosa sino en la participación en la misma relación recíproca entre el Padre y el Hijo. Por lo mismo la relación que Cristo tiene con nosotros es un prolongamiento de su misma vida en el seno de la Sma. Trinidad. Es, precisamente, esta relación profunda, personal, llena de amor, existente entre el Buen Pastor y sus ovejas, que le impulsa a ofrecer su vida por ellas: «Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas» (vv.14-15). No podía Jesús ilustrar con una imagen mejor que ésta toda la generosidad de su corazón fundada en su amor por nosotros.
En la lectura de la 1ª carta de san Juan (3,1-2), su autor nos ayuda a descubrir en nuestra filiación divina uno de los efectos grandiosos, gratuitos e inme
recidos del misterio pascual: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (v.1). Nos revela así, por una parte, la prueba del gran amor que el Padre nos ha dado al llamarnos a ser hijos suyos en su Hijo y constituirnos como tales. Y, por otra parte, confirma nuestra esperanza depositada en Cristo de alcanzar un día la dicha de gozar de la visión plena de Dios y del gozo perfecto. Abramos, por tanto, nuestro corazón de par en par a Dios que ha llegado a la locura de su donación total por cada uno nosotros para hacernos hijos suyos. Dejémonos penetrar hondamente de su amor y vivamos como hijos suyos amándolo y sirviéndolo plenamente en esta tierra para gozar de Él para siempre en la eternidad.