ROMA, viernes 12 octubre 2012 (ZENIT.org).- La columna «En la escuela de san Pablo…», escrita por nuestro colaborador el padre Pedro Mendoza, LC, ofrece el comentario y la aplicación correspondiente para el 28º domingo del Tiempo ordinario.
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Pedro Mendoza LC
«Ciertamente, es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay para ella criatura invisible: todo está desnudo y patente a los ojos de Aquél a quien hemos de dar cuenta». Heb 4,12-13
Comentario
El pasaje de la segunda lectura de este domingo es un himno a la Palabra de Dios (4,12-13), que se encuentra al final de la primera parte de la carta a los Hebreos. Para comprender un poco mejor el sentido del mismo ofrecemos una breve exposición del contexto en el que se halla.
En los cap. 1–10 de la carta a los Hebreos el autor pone de relieve la superioridad de Cristo sobre todo lo que ha sucedido antes a Israel. Para resaltar esta superioridad recurre a una confrontación entre las dos revelaciones divinas: una por medio de los profetas y la otra mediante un Hijo pre-existente por el cual Dios creó el mundo y que ahora nos ha hablado: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos» (1,2).
En los cap. 1,4–4,13, en donde se encuentra colocado al final del mismo el pasaje de este domingo, el autor busca demostrar la superioridad de Jesús como Hijo de Dios. Así, en un primer momento, demostrará que Jesús es superior a los ángeles (1,4–2,18) y, en un segundo momento, que es también superior a Moisés (3,1–4,13). En 3,1-6 el autor ejemplifica la superioridad de Jesús con relación a Moisés por medio de la mayor gloria del constructor (Jesús, Hijo de Dios), sobre la construcción de la casa (a la cual sirvió Moisés), del hijo (Jesús, Hijo de Dios) sobre el siervo (Moisés) en una familia. La sección de 3,7–4,13 contiene diversas exhortaciones basadas en la Escritura y centradas en el éxodo de Israel. Los cristianos a los que se dirige el autor de la carta corren el riesgo de sentirse cansados y desanimados. Quienes entre los israelitas fueron desobedientes no lograron alcanzar el objetivo de entrar en el reposo de Dios en la Tierra Santa: la palabra que oyeron no aprovechó nada a aquellos israelitas que no estaban unidos por la fe a los que escucharon (4,2). Algo semejante puede suceder a los creyentes en Jesús que han recibido la buena nueva.
El autor de la carta cierra estas exhortaciones colocando un himno a la Palabra de Dios (4,12-13). En este pasaje tan célebre de todo el Nuevo Testamento la Palabra de Dios es descrita como más afilada que una espada de doble filo, que penetra hasta el punto de división del alma y del espíritu, capaz de discernir los sentimientos y los pensamientos del corazón.
Este himno se halla al final de la primera parte de la carta y nos hace volver con el pensamiento al comienzo de la misma. Dios habló antes por los profetas, ahora ha hablado por su Hijo. Por tanto, nadie puede tener en poco su Palabra considerándola como mera palabra y no como obra. Pero podría surgir en nosotros la siguiente pregunta: ¿A un mundo que, por cierto, no puede quejarse por falta de palabras –incluso, y sobre todo, de palabras hermosas, buenas, elevadas y devotas–, no tiene Dios otra cosa que ofrecerle que su palabra? Cierto que Dios no se ha contentado sólo con hablar: calló en la muerte de su propio Hijo, pero este callar sangriento «habla más elocuentemente que la sangre de Abel» (12,24), y así se nos remite de nuevo a la palabra, flaca e impotente desde el punto de vista humano. Sólo la fe sabe qué fuerza, qué vida reside en la Palabra de Dios, y sabe que esta Palabra es el poder decisivo de este mundo. Aunque mil veces sea desoída, ignorada, no se le haga el menor caso y se cometan acciones que la dejen en mal lugar, alguna vez llega para cada cual la hora de la verdad, cuando la Palabra humillada y despreciada viene a pedirle cuentas.
Aplicación
Acoger la Palabra de Dios que es viva y eficaz.
Este domingo del Tiempo ordinario la liturgia de la Palabra nos propone el tema de la riqueza y de la llamada de Dios. En la primera lectura recibimos la enseñanza de que la Sabiduría es más valiosa que la riqueza. El Evangelio, presentándonos el encuentro de Jesús con el joven rico, nos muestra cómo las riquezas pueden convertirse en un obstáculo en nuestra relación con Dios y, en particular, ante la llamada de Jesús a su seguimiento. La segunda lectura nos habla de una nota distintiva de la Palabra de Dios, que es viva, eficaz y cortante.
El pasaje del libro de la Sabiduría (7,7-11), presentado en la primera lectura, nos recuerda el valor excelso de la sabiduría en la vida del hombre: ella es más valiosa que el oro y la plata, pues éstos de frente a ella no son sino un puñado de arena y barro (v.9). Esta sabiduría divina, que a los ojos de los hombres parece locura, consiste en renunciar a los bienes para vivir plenamente en el amor, renunciar a las cosas materiales para tener un tesoro en el cielo. Este tesoro es de orden muy diverso de los tesoros terrenos, y el único que puede colmar el corazón del hombre. Las cosas materiales al máximo pueden llenar el corazón, pero no colmarlo pues no son capaces de infundir en él el gozo. Es por tanto necesario estar desapegados de los bienes materiales, es necesario colocar las cosas en su justo lugar: las cosas espirituales deben tener la precedencia, y las materiales deben venir después.
La lectura precedente del libro de la Sabiduría está en íntima relación con el pasaje del Evangelio de este domingo (Mc 10,17-30). En él asistimos a un encuentro inicialmente muy hermoso pero que concluye tristemente de modo negativo. Se trata del encuentro del joven rico con Jesús. A la pregunta de este joven sobre el camino para alcanzar la vida eterna, Jesús responde indicándole que el camino ordinario para ello está señalado en el cumplimiento de los mandamientos. Pero Jesús, descubriendo las inquietudes más profundas del corazón de aquel joven, le presenta un camino más excelente para llevarlas a su plenitud: venderlo todo, darlo a los pobres y luego venir y seguir a Jesús. Se trata de una respuesta de amor que exige el desprendimiento de todo para entregarse por completo a Jesús. Pero desafortunadamente, después de haber escuchado estas palabras de Jesús, el joven se va triste. En vez de acoger la invitación de Jesús, que es expresión de su amor y que es la condición para tener un gozo inmenso, él se va afligido, porque tiene muchos bienes y no está dispuesto a renunciar a ellos, a cambio del tesoro inmenso que Jesús le ofrece: el ciento por uno ya en el tiempo presente, juntamente con persecuciones, y en el futuro la vida eterna.
En la segunda lectura (Heb 4,12-13), el autor de la carta a los Hebreos nos dice que «la Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos» (v.12). A diferencia de la palabra humana, ella no carece de fuerza, sino que está llena de vitalidad, de luz y de exigencia. Penetra en el corazón y suscita remordimientos en la conciencia, pone en crisis a quien no vive verdaderamente en la gracia de Dios. No es posible esconderse a ella. Dios, que nos quiere mucho, nos ofrece su Palabra para nuestro bien. Si la acogemos, ella se convertirá para nosotros en fuente de vida. Aunque ella nos pueda hacer un poco de mal, porque nos está purificando, nosotros debemos acogerla siempre, porque ella es verdaderamente el medio elegido por Dios para trasmitirnos sus gracias. A nosotros nos corresponde, por tanto, acoger con cora
zón dócil la Palabra de Dios que es viva y eficaz.