El próximo lunes, 11 de febrero, a las 11, en el Palacio Apostólico del Vaticano, se celebrará el Consistorio Ordinario Público para aprobar la canonización de ochocientos mártires, muertos en el siglo XVI por fuerzas del imperio otomano.
Son Antonio Primaldo y sus 800 compañeros. Antonio Primaldo es el único nombre que se conoce de los ochocientos pescadores, artesanos, pastores y agricultores de la pequeña ciudad italiana de Otranto, en la Apulia, cuya sangre, hace cinco siglos, fue derramada sólo porque eran cristianos, en una incursión del ejército otomano, el 29 de julio de 1480.
Ese día, al alba, desde las murallas de Otranto se vio aparecer en el horizonte una flota de 90 galeras, 15 mahonas y 48 galeotas, con dieciocho mil soldados a bordo. Mandaba la armada el bajá Agometh, a las órdenes de Mohamed II, llamado Fatih, el Conquistador, el sultán que en 1451, a los 21 años, había ascendido a jefe de la tribu de los otomanos.
En 1453, guiando un ejército de 260.000 otomanos, Mohamed II conquistó Bizancio, la “segunda Roma”, y soñaba con llegar a la Roma verdadera, y transformar la basílica de San Pedro en establo para sus caballos. En junio de 1480, juzgó que había llegado el momento: retiró el asedio a la ciudad de Rodas, defendida con coraje por sus caballeros, y dirigió su flota hacia el mar Adriático. Otranto es la ciudad más oriental de Italia. La importancia de su puerto le daba el papel de puente entre oriente y occidente.
Circundado por el asedio, el castillo, tras cuyas murallas se refugiaron todos los habitantes, estaba defendida por apenas 400 soldados que huyeron de la ciudad, quedando en ella solo sus habitantes. Tras quince días de asedio, al amanecer del 12 de agosto, los otomanos concentraron el fuego contra uno de los puntos más débiles de la muralla, abrieron brecha e irrumpieron en las calles, masacrando a quien se ponía a tiro, y llegando a la catedral donde se había refugiado buena parte de los habitantes. Derribaron la puerta y cercaron al arzobispo Stefano, vestido con los atuendos pontificales y con el crucifijo en la mano. Al ser intimado a no nombrar más a Cristo, ya que desde aquel momento mandaba Mahoma, el arzobispo exhortó a los asaltantes a la conversión, por le que le cortaron la cabeza con una cimitarra.
Entre aquellos héroes hubo uno de nombre Antonio Primaldo, sastre de profesión, de edad avanzada, quien, en nombre de todos, afirmó: “Todos creemos en Jesucristo, Hijo de Dios, y estamos dispuestos a morir mil veces por Él”. Agometh decretó la condena a muerte de los ochocientos prisioneros.
A la mañana siguiente, son conducidos con sogas al cuello y con las manos atadas a la espalda, a la colina de la Minerva, unos cientos de metros fuera de la ciudad. Repitieron todos la profesión de fe y la generosa respuesta dada antes; el tirano ordenó decapitarles y, antes que a los otros, se cortara la cabeza al viejo Primaldo, que le resultaba muy odioso, porque no dejaba de hacer de apóstol entre los suyos, más aún, antes de inclinar la cabeza sobre la roca, afirmaba a sus compañeros que veía el cielo abierto y a los ángeles animando; que se mantuvieran fuertes en la fe y que mirasen el cielo ya abierto para recibirlos. Dobló la frente, se le cortó la cabeza, pero el cuerpo se puso de pie: y a pesar de los esfuerzos de los asesinos, permaneció erguido inmóvil, hasta que todos fueron decapitados.
El prodigio, evidentemente estrepitoso, habría bastado para que los verdugos vieran la luz pero no fue así. Sólo uno de ellos, Berlabei, valerosamente creyó en el milagro y, declarándose en alta voz cristiano, fue condenado a la pena del palo.
Benedicto XVI firmó el 20 de diciembre de 2012 el decreto con el cual se reconoce un milagro gracias a la intercesión de este grupo de mártires.