¡Cuántos integrantes de la vida santa han alcanzado la gloria sin notoriedad alguna! Incontables. En un mundo, como el nuestro, abocado al éxito, fama y oropeles de diverso calado, la existencia de personas como este beato no viene sino a corroborar la futilidad de los títulos humanos. Éstos fenecen casi a la par que lo hace cada uno, salvo contadas excepciones, en las que existe una cierta perdurabilidad de la trayectoria de alguien concreto por razones históricas, literarias, etc. En cambio, la perennidad en la memoria de todos, de aquellos que tuvieron como único objeto de su vida a Dios, es inextinguible. La sencillez y la humildad, su existir en la sombra, por así decir, en estos casos se tornan en una luminaria que no se apaga nunca. Es resultado de algo tan simple, y a la par tan poco valorado, como sobrenaturalizar la misión que cada uno haya recibido, por modesta que sea, y acogerla gozosamente creyendo que es enviada por Dios, una aceptación, como es sabido, que presupone un completo desasimiento.
Leopoldo de Alpandeire Sánchez Márquez (su nombre de pila era Francisco Tomás), nació el 24 de junio de 1864 en Alpandeire (Málaga, España). Era el primogénito de cuatro hermanos. Sus padres trabajaban en el campo, labores en las que él se empleó en cuanto tuvo edad para ello. A esta ocupación dedicó 35 años de su vida, dejando un reguero de caridad en las personas que halló a su paso. Alimento, escasas pertenencias y dinero, el poco que tenía, salían de su zurrón y bolsillos a costa de mermarlo a su familia y a sí mismo, con tal de asistir a cualquiera que consideraba más pobre que él. Compasión, generosidad, penitencia y misericordia, junto con su amor a la Eucaristía y admirable devoción mariana, fueron algunas de sus muchas virtudes. Adolecía de formación, pero tenía la sabiduría adquirida con su oración, que es lo que cuenta, y su gran corazón era incomparable con cualquier enseñanza académica. A la bella localidad de Ronda llegaron los capuchinos para celebrar la beatificación de fray Diego José de Cádiz. Y el recogimiento y la fuerza con la que hablaban de Dios, fue todo un descubrimiento para él: «Yo quiero ser un fraile como éstos», se dijo. Le costó la admisión cuatro años de espera por diversos contratiempos humanos ajenos a su voluntad mientras perseveraba en su empeño. En medio, ante las dudas por la falta de respuesta, incluso pensó en el matrimonio, pero siempre sin desistir de su vocación que no ocultó a la joven. Finalmente, en 1899 un sacerdote al que confió la situación que le impedía convertirse en religioso intervino en el asunto, solventándolo. El 16 de noviembre de ese año ingresó en Sevilla. Allí le dieron el nombre de Leopoldo, reconociendo después que esa elección «le había caído como un jarro de agua fría». Este comentario era una nimiedad porque desde el primer instante, labrando la huerta, como se le encomendó, llevó una vida edificante, y así lo constataron sus hermanos de comunidad que vieron en él un fraile humilde, obediente, discreto, fiel a la regla, lleno de fervor.
Fue hortelano sucesivamente en Antequera y Granada, último destino. En éste se le encomendaron las misiones de sacristán y limosnero. Inclinado a la contemplación, tomó la labor de pedir limosna como signo de la voluntad divina. Y con esta disponibilidad salió a la calle en la que fue dejando el poso de su admirable virtud. Su convicción: «Dios da para todos» sintetiza su quehacer apostólico y el espíritu orante con el que sobrenaturalizó esta misión ejercida durante medio siglo, incluso en situaciones de grave intolerancia. En incontables ocasiones, el precio de una modesta limosna fue el insulto, el desaire, la violencia verbal y física. Comprensivo y paciente le decía a su compañero de camino: «Hermano, vamos pidiendo y tenemos que recibir de buen grado todo lo que nos den; lo bueno y lo malo». Si algún obrero lo tildaba de holgazán y le instaba a trabajar en lugar de pedir, respondía aplicándose en el tajo con tanta destreza que dejaba a todos atónitos. Era el momento de recordar que un fraile no era un vago, hablándoles a continuación del amor de Dios que se extiende sobre todos. Las gentes que ya lo conocían y estimaban, tras haber sido apedreado, le libraron de la muerte.
Este prudente limosnero solo aceptaba las dádivas que consideraba justas, las que no menoscababan las posibilidades del donante. Siempre entregaba a otros parte de su limosna, como hacía en conventos de religiosas, y no rivalizaba con los pobres, a los que dejaba la vía abierta para mendigar si se cruzaba con ellos. En el ejercicio de su misión logró convertir a muchos, medió por los débiles, evitó injusticias. Contrarrestaba las blasfemias prorrumpiendo en alabanzas. Era especialmente querido por los niños que salían a su encuentro llamándole «Fray Nipordo». Muchos buscaban sus palabras de consuelo y él rezaba con profunda devoción tres Ave Marías, que atemperaban las preocupaciones de los que acudían a él, seguros de que la divina providencia les ayudaría gracias a la bondad del religioso. Al juicio sobre debilidades de un hermano, replicaba con admirable piedad: «Es santo a su manera». Y si alguien protestaba, recordaba: «Para ganar el cielo hay que tragar mucha saliva». Como la prensa local se hizo eco de sus bodas de oro, con peculiar gracejo manifestó a uno de los hermanos: «¡Qué jaqueca, hermano, nos hacemos religiosos para servir a Dios en la oscuridad y, ya ve, nos sacan hasta en los papeles!». Acogió de buen grado todas las contrariedades de la vida y los padecimientos que fueron llegando. A los 89 años mientras mendigaba se fracturó el fémur. Impedido para salir, pudo dedicarse por entero a la contemplación, recóndito anhelo que había pervivido en su corazón. Murió el 9 de febrero de 1956 dejando consternada a la ciudad que siempre vio en él a un santo. Fue beatificado el 12 de septiembre de 2010.