La trayectoria de muchos sacerdotes a quienes segaron la vida los enemigos de la fe siempre ha sido un ejemplo de fidelidad a la vocación que recibieron. Aunque la fortaleza que han exhibido estos testigos de Cristo cuando se enfrentaron a la muerte está alentada por la gracia, no cabe duda de que este don había sido alimentado previamente con una disposición sustentada en la oración, la recepción de los sacramentos, y la silenciosa ofrenda del día a día. Ésta siempre encierra una heroicidad que cada uno y Dios conocen, quedando velada por lo general para los demás. En ella se fragua el abrazo a esa cruz que se mantiene enhiesta apuntando a un cielo único, añorado destino para los seguidores de Cristo.
Pedro era natural de Chihuahua (México) donde nació el 15 de junio de 1892. Mientras estudiaba con los paúles se sintió llamado por Dios, y a los 17 años ingresó en el seminario. Allí germinó esta decisión irrevocable: «He pensado tener mi corazón siempre en el cielo, en el sagrario». Y ciertamente la Eucaristía fue el eje central de su vida y acción apostólica. Eran tiempos agitados porque la ideología política dominante se había propuesto erradicar violentamente todo resquicio espiritual. Al cerrar el seminario, donde todos sus integrantes habían pasado por múltiples penalidades y Pedro salió con un organismo debilitado y expuesto a la enfermedad, regresó a su casa paterna, y allí prosiguió su formación. Inclinado a la música, aprovechó para aprender piano, órgano y violín. En enero de 1918 fue ordenado sacerdote en El Paso, Texas. Ejerció su labor pastoral en San Nicolás de Carretas, Cusihuiachi y Jiménez. Se ocupó de los indígenas tarahumaras y se afanó en reducir la ingesta de alcohol. Nunca ocultó su predilección por los pobres, a quienes ayudaba en sus necesidades, y llegó a criar y educar a un huérfano indigente. Era bien acogido por los campesinos y las gentes sencillas que le pedían una bendición para librar a sus campos de las temidas plagas de langosta. Muchos atestiguaron cómo había logrado expulsarlas con su oración algunas veces. En el distrito de Jiménez le persiguieron grupos masónicos en distintas ocasiones. En 1924 fue designado párroco de Santa Isabel. Tenía un don especial para tratar con la gente. Fue significativa su capacidad para formar a niños, jóvenes y adultos, a quienes explicaba la historia de la salvación por medio de la fotografía que se convirtió en fértil instrumento pedagógico. Sus cualidades artísticas y musicales fueron muy útiles en esta labor catequética. Devoto de la Eucaristía puso todo su entusiasmo en difundir el amor a Jesús Sacramentado. Muy significativo fue el desarrollo que bajo su amparo tuvieron la Adoración Perpetua al Santísimo Sacramento, la Adoración Nocturna y las Hijas de María.
Entre 1926 y 1929 la persecución religiosa inundó Chihuahua. Él fue uno de los acosados en medio de hostilidades que desembocaron en la clausura de templos, seminarios y centros de enseñanza católicos, además de la muerte de sacerdotes y creyentes. Este encarnizamiento había tenido ligeros puntos de inflexión con aparentes acuerdos entre el gobierno y la Iglesia. Que no eran tales lo prueba que, a un breve periodo de cierta permisión, le siguiera otro de mayor ferocidad en las prohibiciones. Las de esa franja aludida fueron especialmente virulentas. Pedro pasó esos años como un fugitivo; se hallaba a merced de personas de nobles sentimientos que le abrían las puertas de sus casas. Un nuevo y frágil impasse le permitió atender a los fieles hasta 1934, mientras las autoridades proseguían con su programa de veto total a la fe. Nuevas restricciones y castigos ejemplarizantes contra los que se opusieran a las consignas gubernamentales eran caldo de cultivo para los católicos. Ese año de 1934 Pedro fue detenido, sufrió maltrato y amenazas de muerte, aunque en un primer momento lo desterraron a El Paso. Quizá pensaron que amedrentado dejaría a su grey. Pero no fue así. Regresó a Chihuahua, a la parroquia de Santa Isabel, junto a su pueblo. La fiebre no pudo con su ardor apostólico, y en medio de la enfermedad, confirmó a todos en la fe. Dos escenarios últimos de su incansable celo fueron El Pino, un rancho donde tuvo que pasar un año, y Boquilla del Río. En este lugar una familia creyente y valerosa puso su casa a merced de la Iglesia para convertirla en un improvisado oratorio en el que el sacerdote daba continuidad a las misas y la celebración de los sacramentos. El 10 de febrero de 1937 había celebrado el miércoles de ceniza y se hallaba confesando. Un grupo de violentos ebrios y portando armas irrumpieron en la casa. Los fieles quisieron protegerle, pero Pedro, a fin de mantener a salvo sus vidas de la brutalidad que preveía se iba a desatar, tomó la Eucaristía consigo y se entregó. El camino, que tuvo que recorrer descalzo y atado con fuertes cuerdas, fue un calvario que afrontó rezando el rosario en voz alta. El pistoletazo que recibió en la cabeza fue de tal calibre que afectó de forma irreversible al cráneo. La pérdida de uno de sus ojos que en ese instante se desprendió del rostro, por decirlo suavemente, da idea de la brutalidad del golpe que le asestaron. Previamente, tomaron la Eucaristía que cayó del relicario, y se la ofrecieron sin atisbos de compasión: «¡Cómete esto!». Al día siguiente, entregó su alma a Dios. Fue beatificado por Juan Pablo II el 22 de noviembre de 1992, quien lo canonizó el 21 de mayo de 2000.