Ofrecemos la crítica cinematográfica de la película Tom Boy, firmada por Enrique Chuvieco en Pantalla 90, la publicación dedicada al cine por la Comisión Episcopal de Medios de Comunicación de España.
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El mundo infantil es el objetivo de la cámara de la directora francesa Celine Sciamma en Tomboy, tras haber narrado en sus anteriores cintas (Water Lilies y Pauline) retazos de la adolescencia con sus protagonistas.
Tanto en aquéllas como en la nueva propuesta de la realizadora gala, los padres son cuasi espectadores en donde se mueven unos niños con sus juegos y su modo personal de comunicarse y de actuar.
Con sencillez, la mirada infantil de los pequeños protagonistas nos conduce a su mundo personal, en el que hay formas de comportarse muy distintas a las de sus progenitores. Juegos que son cándidas trasgresiones para quienes las ejecutan, como la de Laure (Zoé Héran), una niña que querrá ser niño (Mickäel) cuando, junto con sus padres y hermana, se mudan a una nueva urbanización. Sin que nadie sospeche, se vestirá y tendrá el comportamiento de un varón ante sus nuevos compañeros de juegos. Así conocerá a Lisa (Jeanne Dixon), que le introduce en el grupo de las distintas razas en una Francia multicultural, y se enamorará del “nuevo amigo”. Pero la realidad, romperá el atrevimiento de Mickäel/Laure cuando su madre le obligue a enfrentarse con las consecuencias de sus acciones y le reclame una postura veraz.
Aquí la directora, también guionista, opta porque Laure (por medio de la madre) encare el resultado de su proceder y reclama de su libertad una decisión acorde con el mal infringido.
Éste es uno de los grandes aciertos de Tomboy, una propuesta cinematográfica sencilla en su planteamiento, en su metraje (87 minutos) y en la naturalidad para entrar en el mundo infantil sin prejuicios. Otro, es la actuación natural de los niños, como el de la hermana pequeña de Laure, Jeanne (Malonn Lévana). Son deliciosas algunas escenas de la perfecta complicidad de ambas hermanas, celosas de su intimidad compartida, hasta dejar fuera a sus padres -auténticos convidados de piedra-, respetuosos con la relación de las pequeñas.
Así lo quiere Céline Sciamma, quien ya manifestó en trabajos anteriores sobre adolescentes que prefiere separar las generaciones “para no abordarlas superficialmente y para evitar el arquetipo de la película de adolescencia, donde los padres personifican una especie de ley, de moral, con escenas estereotipadas de rebelión”.
Tomboy rezuma una naturalidad que la puede hacer daño de cara a la taquilla, máxime cuando estamos demasiado acostumbrados a la artificiosidad de los niños de Hollywood, y, por otro lado, plantea una trama sin historias paralelas y carente de otros elementos dramáticos, aparte del descrito anteriormente.
Lo relevante está en el ámbito educativo, pues apuesta por tratar a los niños como personas que van descubriendo que sus decisiones tienen unas consecuencias de las que tienen que hacerse cargo personalmente, en compañía, eso sí, de sus padres, que en ningún caso les ahorrarán el sacrificio de caminar por la verdad.