Hemos terminado el tiempo pascual, con la celebración de Pentecostés, y me pregunto en qué se ha notado o diferenciado nuestra forma de vivirlo en cristiano. Estamos en un ambiente en el que mucho de lo que era antes considerado como normal hoy en día no es muy corriente. Aquellos valores y virtudes, que creíamos encarnados en personas e instituciones, parece como si hubieran perdido su capacidad referencial.
Por ello es urgente, para la necesaria renovación de nuestra sociedad y de nuestras comunidades, una vuelta a lo esencial y al amor primero a lo original, a lo auténtico. Una vuelta a las fuentes nos va a traer el descubrimiento o reconocimiento, siempre nuevo, de las pocas certezas de siempre.
Vivir en la verdad de la propia vida es mucho más que ser coherente. Es también ser humilde desde el propio conocimiento que somos y tenemos. Es vivir la conversión continua.
¿Quién ha hecho posible que nuestra pequeña vida tenga un valor infinito, esta verdad que somos, tenga un sentido pleno, en su navegación por este universo, esta historia? “La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas” (Gén 1,2). Esta Palabra hoy resuena con verdadera evidencia porque ¿qué es esta tierra y esta humanidad sin el espíritu de Dios? Nada. El comienzo de la creación se expresa así, pero también en su final: “Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último… El Espíritu y la esposa dicen:¡Ven!” (Ap 22,13.17a)
¿Quién tiene la necesidad de pedir hoy que suceda esta regeneración a quien hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5)? ¿Quién nos purificará de nuestras inmundicias e idolatrías, nos dará un corazón nuevo y nos infundirá su espíritu, arrancará de nuestra carne el corazón de piedra, y nos dará un corazón de carne? (cf. Ez 36,25-27)?
No puede ser transformada nuestra mente y nuestro corazón sin el Espíritu del Señor. Sólo Él nos renueva por dentro con espíritu firme y nos devuelve la alegría de la salvación (cf. Sal 50,12.14). ¡Cuántas veces nos dejamos llevar por la mentalidad y sentir dominantes, sin discernir bien si nos ayudan a crecer y madurar como personas, a ser verdaderamente felices, a llegar a nuestro destino y cumplimiento de nuestra vocación!
El Espíritu de Dios nos da la vida nueva, y los dones necesarios para este camino de santidad, que quiere para nosotros. No le entristezcamos, evadiéndonos de su presencia, amparo y fuerza. Colaboremos con su influencia y acción, en nosotros y en los demás, porque no hay nada bueno, verdadero y bello que no proceda de Él.
¡Ven Espíritu Santo, ven por María!