«Un día Jesús se había apartado un poco para orar, pero sus discípulos estaban con él. Entonces les preguntó: – Según el parecer de la gente, ¿quién soy yo? Ellos contestaron: -Unos dicen que eres Juan Bautista, otros que Elías, y otros que eres alguno de los profetas antiguos que ha resucitado. Entonces les preguntó: – Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Pedro respondió: – Tú eres el Cristo de Dios. Jesús les hizo esta advertencia: – No se lo digan a nadie. Y les decía: – El Hijo del Hombre tiene que sufrir mucho y ser rechazado por las autoridades judías, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros de la Ley. Lo condenarán a muerte, pero tres días después resucitará. También Jesús decía a toda la gente: – Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y que me siga. Les digo: el que quiera salvarse a sí mismo, se perderá; y el que pierda su vida por causa mía, se salvará». (Lc 9,18-24).
A los discípulos, y a nosotros, les resulta más fácil creer lo ventajoso que lo costoso. El Maestro sondea si la fe de los discípulos se centra en un reino mesiánico terreno, o bien en la misión salvadora del Mesías a favor de ellos y de la humanidad mediante la cruz.
Resulta fácil creer en Jesús como profeta, líder, amigo que nunca falla…; pero no tanto cuando nos propone las condiciones para compartir su misión salvadora: “Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y que me siga” (Lc. 9, 23). Entonces, ¡cuánta incredulidad, cuántos abandonos y seguimientos aparentes!
Sin embargo, tiene que llenarnos de alegría el saber que estamos obrando nuestra salvación y la de otros si cargamos nuestra cruz unidos a Jesús. “Quien está unido a mí, produce mucho fruto” (Jn. 15, 5). Frutos de salvación para nosotros mismos y para nuestra parcela de salvación.
Es fácil buscar excusas y componendas a la hora de emprender el único camino que lleva a la gloria eterna: la cruz salvadora de cada día, cargada tras Él con fe, amor y esperanza, convencidos de que “la cruz es el camino; la resurrección, el destino”.
Tener ante los ojos su resurrección y la nuestra, le dio a Jesús el coraje para cargar la cruz y entregar su vida por nosotros. Lo mismo les sucedió a todos los que se han salvado, se salvan y se salvarán. Centrémonos más en la resurrección y la gloria, que en el sufrimiento y la muerte.
El éxito total de nuestra vida está en ponerla en manos de Dios por nuestra salvación y la de muchos otros, y así asegurarla para la eternidad. Pero si nos encerramos en el egoísmo, esquivando la cruz salvadora de cada día, perderemos la vida para siempre.
La pregunta de Jesús: “¿Quién dice la gente que soy yo?”, es tan actual para nosotros como lo fue para sus discípulos. ¿Qué representa Jesucristo en mi vida, trabajo, sufrimientos, familia, alegrías? ¿Creo en su promesa: “Estoy con ustedes todos los días”? (Mt. 28, 20). ¿Le dirijo la palabra como a persona viva y presente a mi lado y en mí?