«¿Qué es lo que me han contado de ti?” Las voces de los hermanos nos «acusan» de haber «despilfarrado» y sustraído los «haberes» del Señor. A ellos, en efecto, correspondía el amor que Dios nos había dado para su «administración.» Cerrados a nuestra mujer por causa del egoísmo ya no logramos percibir sus necesidades. Como el hijo pródigo hemos «despilfarrado» la herencia y ahora estamos tan áridos que ya no podemos ni darnos cuenta de lo que necesitan los que viven alrededor nuestro.
El trabajo nos absorbe y se ha vuelto tan importante que las miradas asustadas y hambrientas de nuestros hijos sólo son una imagen desenfocada. Hemos olvidado que nuestro tiempo libre del trabajo es suyo y para ellos. Les pertenece y, en cambio, nos hemos apoderado de ello y ya «no podemos devolvérselo.»
Y así nos comportamos con todos: egoístas e ilusos. Vueltos necios por causa de la presunción de saber qué es importante y qué no, envenenados por el engaño de pretender llegar a ser como Dios y de conocer y establecer qué cosa sea bien y qué sea mal, hemos omitido un millón de «pequeñas cosas» que, en cambio, eran decisivas. El acné que hacía sufrir a nuestra hija, por ejemplo, y ahora no podemos hacer nada frente a su anorexia… Hemos dejado de ser «fieles en las cosas pequeñas», las ocasiones de cada día para amar y entregarse, y ahora nos hemos vueltos tan insensibles y ciegos hasta volvernos incapaces de comportarnos con «fidelidad» en «aquellas grandes», las que cualquiera habría sabido reconocer como importantes.
¿No hemos escuchado las «pequeñas cosas» que tuvieron que decirnos mujer, hijos y colegas? ¿Hemos sido «deshonestos» robando el amor a quien nos lo pedía con pequeños gestos de atención y cariño? Podemos estar seguros de que, cuando ellos lancen el SOS porque están en peligro de muerte, no nos daremos cuenta de ello y no podremos hacer nada. Seremos «deshonestos» cerrándonos en modo egoísta ante las cuestiones decisivas: no sabremos ayudar a discernir a un hijo en la elección de la universidad o si casarse o no; no podremos dar una palabra de fe y esperanza a la mujer deprimida; asustados, escaparemos del barco que hunde, imagen de la enfermedad incurable del hermano.
Eso nos ocurre porque, en lugar de «administrar» con generosidad los frutos del «jardín» del Padre, hemos alargado ávidamente la mano tratando de volvernos ricos como el dueño. Así ahora «ya no podemos ser administradores», «alejados» de Él y de sus haberes como Adán y Eva del paraíso. Pero, en modo imprevisto, justo cuando deberíamos «dar cuenta», se abre por nosotros la puerta de la conversión.
Es cuando nos percatamos que sin las «sustancias» de Dios para administrar somos nada, incapaces de nada. «No tenemos fuerzas» para «zapar» un terreno que no dará nunca la cosecha de amor que sólo Dios puede conceder. Desnudos de nuestra identidad, nos «avergonzamos de limosnear» la dignidad que sólo Dios puede donarnos. No tenemos sino una posibilidad, volver a empezar desde dónde hemos fracasado, es decir, de los «bienes» del Señor.
Para que no caigan de nuevo en nuestros bolsillos ávidos, sino que sean fecundos para todos, hace falta comportarse como los «hijos» de este mundo, mucho más pragmáticos que los «hijos» de la luz, a menudo perdidos entre sueños y presuntas visiones, sentimentalismos y palabras inútiles sembradas en los comités. Acostumbrados a los favores ilegales e interesados para que «sus pares» les devuelvan esos favores en el momento oportuno, los hijos del mundo saben ser generosos con el dinero de los demás.
Ésta es justo la «política económica» a la que Dios llama a nuestras familias y a nuestras comunidades. Sí, el Señor nos llama a hacer de nuestros hijos, de los parientes, de los colegas, también de quién nos odia, lobbies, o sea grupos que hagan presión al «gobierno» del Padre para nuestra salvación. Tenemos que «comprarlos» con cada » riqueza deshonesta «, aquella de propiedad «ajena» que hemos robado.
Era, en efecto, de Dios aquel dinero que no le hemos dado a nuestra mujer que quería comprarse unos zapatos para dejarlo podrir en la avaricia. Era de Dios y por lo tanto también de nuestra mujer… Era de Dios el tiempo que hemos guardado para nosotros, y por lo tanto también era de mi hijo, o de mi suegra que necesitaban de mí. Y así en cada aspecto de nuestra vida, manchado por la concupiscencia. «Tomar el recibo» y cambiar la cifra de la deuda de los demás, significa entonces solamente restablecer la verdad y la justicia. Significa devolver lo de Dios que pertenecía a los hermanos y que habíamos robado… Dios lo sabe muy bien; por eso, ésta es la «astucia» que le gusta a Él, porque es la que sabe sintonizarse con su misericordia.
El «administrador deshonesto» según la idea de honestidad del mundo, fue en cambio muy honesto según el corazón de Dios: Él, en efecto, paga la misma cantidad a los obreros de la última hora como a los de la primera; Él hace bajar la lluvia sobre los buenos y los malos; Él hace primeros a los últimos y últimos a los primeros. El Señor nos llama a administrar según su corazón, perdonando y devolviendo a quienes están cerca de nosotros lo que les corresponde y que nosotros, habiéndolo sustraído a Dios, lo habíamos también robado a ellos.
Ciertamente, esto, para el mundo justiciero y siempre indignado, se trata de una conducta escandalosa. Se parece a la mafia, se parece a aquella conducta de lobbies y de clientelas que son lapidados todos los días en los medios de comunicación. Parece, pero –en realidad-es puro amor, es aquel amor revelado en Cristo Jesús, que «se dio a sí mismo como rescate por todos». Según la lógica mundana podríamos decir que Jesús es un corrupto, vendido a los grupos de presión, a los asesinos, ladrones, engañadores y esclavos de sexo, poder y dinero. Podemos decírselo, porque es la pura verdad. De hecho, en la Cruz, Jesús ha pagado cada centavo que habíamos sustraído; y nos «ha comprado», borrando sin condiciones nuestra deuda – toda y no sólo una parte – extornando así las cuentas del Padre.
Mientras abandonábamos la familia para servir al trabajo y «al dinero»; mientras nos «apegábamos» al prestigio y al dinero «menospreciando» a Dios y a su imagen reflejada en la mujer; mientras «amábamos» apasionadamente ídolos corrompidos y «odiábamos» al único y verdadero Dios de la Vida, Cristo pagó por nosotros la deuda que se fue acumulando. Miraba el Padre y decía: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen.» Sí, Jesús ha cometido fraude con los «bienes» del Padre para darnos la «riqueza verdadera», la «nuestra», o sea el amor que nos pertenece y que, por el engaño del demonio habíamos olvidado.
Haciendo así, podremos cumplir contrato firmado con el Padre; ¿y cómo? queriendo a los hermanos y perdonando sus deudas como Dios nos ha perdonado cada una de las nuestras a cada uno de nosotros. Por eso, cuando por el mundo nos «vendrá a faltar» la «riqueza deshonesta», nos «acogerán en las moradas eternas» justo las personas por las que habremos perdido todo, también las «cosas más pequeñas» – un programa televisivo, el objetivo de una vacación o, todavía más insignificante, aquel trozo de postre quedado y que hubiéramos comido con mucho gusto…