EVALUACIÓN DE UN ORADOR Y PREDICADOR
Si quisiéramos anotar aquí los puntos principales para evaluar a un orador –sea político que religioso-, podrían ser éstos:
Relajación física y mental: para liberarse de preocupaciones, nerviosismo, tensiones, miedo, timidez, inseguridad…
Concentración física y mental: partir con una pausa de concentración, como el pianista, para posesionarse del papel que se va a realizar y del tema que se va a exponer.
Posición física: busto erecto, tronco erguido, cabeza ligeramente elevada, no encogida o hacia abajo. Apoyarse bien en los talones, cuando se está de pie. Sentarse con la espalda bien apoyada en el respaldo de la silla, como la mecanógrafa o el tenor. Mantener todos los músculos relajados, sin rigidez pero tampoco con abandono, sino con cierta tensión.
Respiración diafragmática: rítmica y honda. Con la boca, mejor que con la nariz, para hacerla más rápida y sin ruido. Economizar bien el aire, sobre todo en las frases largas, para llegar al final con la justa energía y sonoridad. Hacer bien y aprovechar al máximo las pausas.
Apariencia personal: mirada comunicativa con el auditorio, no dirigida hacia el techo o al vacío. Estar seguro de sí mismo, sin nervios, tensiones o rigideces. Evitar el moverse demasiado o el balancear el cuerpo, los tics. Buscar la elegancia y la naturalidad. El entusiasmo y la sinceridad en la expresión del rostro y de los ademanes es lo que más convence. Para ello, que los gestos sean armoniosos y plásticos, ni demasiado rápidos ni demasiado ampulosos.
Emisión de la voz: ¿de garganta, nasal, de pecho, de cabeza? Conocerla y no lamentarse de la que se tiene o envidiar voces ajenas, sino más bien estudiar la propia y educarla para aprovecharla al máximo. Subir y bajar el volumen según las exigencias del argumento y atenerse a las dimensiones del local, pero siempre dentro de los límites de la propia naturaleza: no forzarla. Buscar un tono moderado y natural, ni grave ni agudo. Evitar la monotonía y los tonos melosos y paternales, dulzones o ásperos, dictatoriales, dogmáticos, solemnes, “políticos” o efectistas. Evitar los tonillos y los regionalismos. Entonación afinada y entonada, según los cánones de la entonación. Punto de partida “sostenido” y con garra, con tono vibrante y convencido.
Memoria: si la alocución o discurso no se ha de aprender de memoria, al menos memorizar un esquema básico con sus puntos clave. Si se ha de pronunciar de memoria, hacerlo perfectamente, ensayándolo varias veces y en voz alta antes de su presentación. Tratar de que el auditorio no note que lo sabemos de memoria.
Sentimientos: estar convencido de lo que se va a hablar para poder sentirlo y declamarlo con calor, sentido, convencimiento, resonancia, entusiasmo y sinceridad. Salir de sí mismo frente a la inhibición o timidez. Variedad de tonos y de volumen para evitar la monotonía, pero con sobriedad y discreción: evitar el gritar o teatralizar. Estudiar el discurso y sus sentimientos antes de pronunciarlo. Conocer el auditorio para tratarlo con dulzura, amistad, convicción, energía, según lo exija su problemática.
Ritmo y velocidad: pronunciación ni demasiado lenta ni demasiado precipitada. Lograr una dicción reposada y clara a la vez que ágil y variada. Vocalizar esmeradamente las palabras difíciles, las consonantes dobles y las sílabas finales. Recalcar las palabras claves y las ideas principales.
Expresión gramatical: corrección gramatical y sintáctica. Precisión y expresividad en el vocabulario. Riqueza de léxico, pero teniendo en cuenta el auditorio, la situación y el argumento. Evitar el vocabulario pedante, técnico o erudito. Algunos defectos de dicción: anacolutos, pleonasmos, muletillas, “ehhh”, tropiezos, regresiones, titubeos…
Introducción-exordio: atractivo e interesante para abrir el apetito del auditorio y condicionarlo a escuchar el resto del discurso. Pertinente y unido al resto del discurso. Tocar el problema del auditorio para que se sienta aludido, para captar su atención. Originalidad, pero sin rarezas, vulgaridades o extravagancias.
Fondo: plan y organización del tema: conocer, amar al auditorio. Fin concreto y presente a lo largo de todo el discurso u homilía. Esquema claro y ordenado de los motivos más válidos y concretos para ese auditorio concreto y para ese fin concreto. Valoración de dichos motivos o pruebas. Previsión y respuesta de posibles objeciones. Buscar más bien argumentos positivos que negativos. No atacar al auditorio, sino más bien comprenderlo y estimularlo.
Forma: sensibilizar cuanto más mejor los argumentos y motivos, aplicando los diversos métodos (concreción, visualización, desentrañamiento, dramatización, imágenes, anécdotas, citas…), según el afecto que se quiera conseguir. Evitar que la forma ahogue el fondo, así como el hacer literatura y retórica pomposa. No abrumar con demasiados datos, imágenes, ejemplos, citas o anécdotas. Discreción y selección en su uso, para integrarlos armónica y equilibradamente con el fondo de ideas.
Conclusión-peroración: recapitular brevemente todas las ideas. Formularlas en una frase breve, a manera de consigna, para que el auditorio tenga claro y recuerde fácilmente el fin. Terminar siempre con elegancia y pie justo, con la mayor claridad y belleza, para dejar un buen sabor de boca. Hacerlo a tiempo.
Cualquier duda o sugerencia, comuníquese, por favor, con el padre Antonio Rivero a este email: arivero@legionaries.org