Mujer de gran coraje, María Francisca se sobrepuso con creces a la frágil salud con la que nació prematuramente el 15 de julio de 1850 en Sant’Angelo Logidiano, Lombardía italiana. Fue la décima de once hermanos, de los cuales solo sobrevivieron cuatro. Su padre solía leerle las gestas de los grandes misioneros, de entre los cuales, le impresionó la de san Francisco Javier que no vio cumplido su sueño de fundar en China, afán al que ella se unió. No pudo gozar demasiado tiempo de la presencia de sus padres, aunque el poso del amor a Dios que habían sembrado en su corazón perduraría siempre; fue acicate para su consagración. Era la vía natural para una persona que en su infancia había dado sobradas muestras de piedad, que aspiraba a irse a las misiones, y que siendo jovencita ya cultivaba el espíritu franciscano.
Estudió en Arluno donde obtuvo el título de maestra en el centro regido por las Hijas del Sagrado Corazón y durante esos años de cercana convivencia con la comunidad religiosa, vio que ese era su camino. Sin embargo, como a todos, la divina Providencia guiaba sus pasos y en el cumplimiento de la voluntad divina tropezó con primeros escollos: la negativa a convertirse en miembro de esa Orden y fracasó en su intento de convertirse en canossiana; su petición fue doblemente desestimada por su debilidad física. Seguramente si hubieran sabido que tenía una «mala salud de hierro» le habrían tendido los brazos sin pensarlo. Pero indudablemente la mano del cielo se alzó poderosa permitiendo ese contratiempo para que pudiera llevar a cabo la misión que le competía según los designios del Altísimo. Y algo de ello entrevió la madre Grassi, religiosa del Sagrado Corazón quien le había dicho: «Usted está llamada a establecer otro instituto que traerá nueva gloria al Corazón de Jesús».
Regresó a su hogar y ejerció como maestra allí, en Vidardo y en Codogno donde el bondadoso párroco, P. Serrati con su ojo avizor descubrió las cualidades de Francisca. Y al ser designado preboste de la colegiata de esa ciudad, como era un gran apóstol, rescató de entre las cenizas el orfanato Casa de la Providencia y viendo la pésima gestión de las personas que lo tenían bajo su cargo, solicitó ayuda a la santa. Y no solo eso, sino que de acuerdo con el prelado de Lodi, le sugirió que fundase una Congregación Religiosa. Las antiguas gestoras no ocultaron su decepción y se pusieron en contra de ella, pero en 1877 acompañada de otras mujeres que se sumaron a este proyecto, Francisca profesó y fue designada superiora de esa comunidad, lo cual acrecentó las insidias de las que nunca llegaron a acogerla. En medio de graves dificultades sostuvo el centro durante tres años hasta que el obispo, viendo que no fructificaba, lo clausuró. Después, se dirigió a Francisca, diciéndole: «Vos deseáis ser misionera. Pues bien, ha llegado el momento de que lo seáis. Yo no conozco ningún instituto misional femenino. Fundadlo vos misma». Y ella obedeció.
Quizá llegaba el momento de cumplir su sueño, el mismo de San Francisco Javier, cuyo nombre había unido al suyo: clavar en China la cruz de Cristo. Ya había fundado las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón, abierto las primeras casas, no sin contratiempos, y redactado sus reglas cuando en 1887 se trasladó a Roma buscando la aprobación de la Orden. Superó nuevos obstáculos, siguió abriendo casas, una escuela y un orfanato en Roma. Entonces le llegó la petición del obispo de Piacenza, Scalabrini, para ir a Estados Unidos haciéndole saber de los miles de emigrantes italianos que se hallaban allí viviendo el drama que acarrea hallarse en suelo extraño, de las carencias de toda índole que sufrían, viéndose desprovistos del consuelo espiritual.
Pero China seguía siendo un objetivo fuertemente anclado en su corazón. Sin embargo, la súplica personal del arzobispo de Nueva York, le llevó a consultar al pontífice. León XIII entendió que América era su misión, diciéndole: «No al oriente sino al occidente». Y pasando por alto su temor al agua por una experiencia infantil que la había marcado, se embarcó hacia el nuevo continente en 1889. Fue la primera travesía de 24 viajes apostólicos que realizó cruzando el Atlántico.
También a ella y a sus religiosas le salieron al encuentro hostilidades y dificultades diversas, incluso Mons. Corrigan, arzobispo de New York, que les dio carta blanca para fundar un orfantato, no vio las cosas claras y las recibió juzgando que habían llegado antes de lo esperado, sugiriéndoles que regresaran a Italia. «No, monseñor. El papa me envió aquí, y aquí me voy a quedar», respondió rotunda. Esa fe incontestable atrajo numerosas bendiciones del cielo. El arzobispo la apoyó, y logró abrir 66 centros más por diversos lugares de Estados Unidos y también en Sudamérica además de las fundaciones que llevó a cabo en Europa.
Se jugó la vida hallándose a veces entre malhechores, pero nada la detuvo. Aprendió la lengua inglesa y se nacionalizó norteamericana. Rigurosa y a la par justa, acometió obras de gran calado como el «Columbus Hospital», para cuya gestión tuvo que sortear numerosas dificultades, entre otras, envidias y resentimientos. Si alguna religiosa veía compleja la misión, decía: «¿Quién la va a llevar a cabo: nosotras, o Dios?». Murió sola aquejada de malaria en el convento de Chicago el 22 de diciembre de 1917. Había encomendado a sus hijas: «Amaos unas a otras. Sacrificaos constantemente y de buen grado por vuestras hermanas. Sed bondadosas; no seáis duras ni bruscas, no abriguéis resentimientos; sed mansas y pacíficas». Fue canonizada el 7 de julio de 1946 por Pío XII.