Es sabido que el éxito de las redes sociales se debe a un factor decisivo: facilitaron las relaciones interpersonales. Fue a inicios de la primera década del segundo milenio que la masificación de las tecnologías de la comunicación y de la información se mundializó. En poco menos de diez años aconteció una verdadera revolución que no ha sido sólo tecnológica sino también antropológica.
El hombre de hoy piensa, vive y siente con internet. Lo digital no es una extensión más de la propia existencia sino parte integrante de su vida misma. Lo vemos reflejado en la hiperconexión que en todo lugar y en cualquier momento experimentan millones de personas. Paradójicamente, la finalidad de relación ha pasado a ser un factor secundario.
¿Cómo entra la evangelización en este complejo mundo digital? Más aún, ¿cómo se debe entender la evangelización en un contexto existencial como este de hoy en día? Hay quienes apuestan por habitar la red y desde ella posibilitar un acercamiento a quienes no conocen a Dios, no creen o han dejado de hacerlo. En el supuesto que ese objetivo apunta a uno más profundo (el encuentro personal con Dios) y de que se tiene no sólo la buena intención sino la formación y creatividad para hacerlo, eso está muy bien. Como un día miles de misioneros fueron a anunciar el mensaje de Jesús a nuevas tierras y continente, los misioneros web desembarcan en el continente digital emulando aquellas beneméritas acciones. Pero la experiencia y lecciones de aquellos evangelizadores también puede servir para el presente.
Ante todo, los misioneros llevaban la palabra de Dios, no la propia. Eran intermediarios entre Dios y los hombres y, en consecuencia, conducían al fin que era Dios, no a sí mismos. Existe hoy la tentación de ponerse al centro del Mensaje y desviar así la atención del fin verdadero.
Los misioneros eran enviados: en el fondo el impulso venía de Dios mismo pues, como decía san Pablo, «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!». Pero también es verdad que el envío inmediato era el de una autoridad eclesiástica que avalaba su trabajo apostólico. Hoy esto sigue siendo realidad si bien esa autoridad puede ser también de competencias. La evangelización on line supone la buena intención pero también la adecuada preparación y, en la medida que es posible, también el respaldo al menos del propio párroco o algún representante eclesiástico que acompañe y guíe nuestro trabajo.
Los misioneros de antaño aprendían la lengua de los nativos. Los nativos digitales tienen también hoy su propio «lenguaje»: es más visual, interactivo, intuitivo, multimedial. Son elementos que el misionero no sólo debe conocer sino dominar para poder hablar de «tú a tú», en su idioma, al hombre contemporáneo.
Al llegar a la nueva tierra, los misioneros también sabían identificar las cosas buenas de la cultura a la que llegaban. Hoy se debe hacer también lo mismo. No hay que partirse la cabeza pensando en miles de tácticas nuevas: se puede aprovechar lo ya existente, purificándolo si es necesario, y elevándolo.
Finalmente, el éxito pastoral de muchos misioneros no venía de la cantidad de cosas que hacían sino del testimonio de vida santa que llevaban. Si las actividades eran tantas era porque surgían del consejo que Dios le daba en la oración. Lo escuchaban a Él y actuaban en consecuencia. Y evidentemente eso lo notaban las personas, de manera que se sentían interpelados a conocer al Dios con el que el misionero se comunicaba. Y aquello sigue siendo válido hoy en día: hablar primero con Dios para luego hablar de él a los demás. Porque los hombres de hoy no escuchan a los maestros sino a los testigos. Y si escuchan a los maestros es porque son testigos.
En definitiva, se trata del reto de llevar al contacto directo con Dios y así devolver a las redes sociales su factor de éxito. Y ese «gran encuentro» pasa por los pequeños encuentros que los misioneros están llamados a posibilitar para concretarlos en la conexión con Dios fuera del ambiente digital.