Isabel Orellana Vilches
Se definió a sí mismo diciendo que era: «uno que se pone de rodillas ante el mundo para implorar como una gracia el permiso de hacerle el bien». Perfecta descripción de este defensor de la «unidad en la verdad». Nació en Fino Mornasco, Como, Italia, el 8 de julio de 1839. Pertenecía a una familia de clase media. Era el tercero de ocho hermanos. El rezo comunitario del rosario, la devoción materna por Cristo crucificado y por María, entre otras, fueron lecciones inolvidables que aprendió en su hogar, aunque en sus hermanos calaron de forma desigual. Uno estuvo a punto de ser encarcelado por temas económicos, y otro tuvo que emigrar perdiendo la vida en la travesía. Los restantes destacaron en la política y en la universidad. Sus hermanas estuvieron cerca de él. Una alumbró a dos sacerdotes, y la benjamina respaldó generosamente sus proyectos y fue artífice de otros. Por su afán en compartir la fe con sus amigos, mientras estudiaba en el Instituto, se veía que estaba abocado a la consagración.
A los 18 años su padre le condujo al seminario. Fue ordenado en 1863 con un expediente impecable, impregnado de su grandeza humana y espiritual. Versado en ciencias modernas, políglota, inquieto e inteligente, cifró su afán evangelizador en el continente asiático. Contaba con la bendición materna que rogó hincándose de rodillas. Pero el prelado le disuadió diciéndole: «Tus Indias están en Italia». Comenzó siendo coadjutor de una modesta parroquia, misión breve porque el obispo pronto le encomendó otras. En 1867 se produjo una epidemia de cólera y por su heroica acción con los damnificados fue galardonado civilmente. Ese mismo año fue designado vicerrector del seminario; sería también su rector. Allí ejerció la docencia.
En esa época tomó contacto con el beato Luigi Guanella, que se ocupaba de los migrantes, y con dos científicos: Serafino Balestra, admirable por su labor con los sordomudos, y Antonio Stoppani que era, además, escritor. Los tres dejaron su huella en él. Y otro tanto sucedió con Jeremías Bonomelli, entonces arcipreste de Lovere, que sería nombrado obispo. Ambos se influenciaron entre sí compartiendo similares afanes. En 1870 fue nombrado párroco de San Bartolomé. Su quehacer apostólico y formativo era extraordinario. Fundó un jardín de infantes, promovió la obra de San Vicente destinada a niños enfermos y creó un oratorio para jóvenes. Se ocupó de los sordomudos a los que ayudó de manera decisiva aplicando el método fonético de su amigo Balestra. Y además, se implicó activamente en temas socio-laborales teniendo siempre como trasfondo el elemento espiritual. Allí escribió un catecismo para niños y dictó una serie de conferencias sobre el Concilio Vaticano I que no pasaron desapercibidas para Pío IX.
No tenía más que 36 años cuando ocupó la sede episcopal de Piacenza a la que fue elevado en 1876. Durante casi tres décadas actuó como un pastor infatigable, ejemplar. Tenía la agenda repleta con la administración de sacramentos, predicación, asistencia y educación al clero y a su grey. Visitó cinco veces las 365 parroquias de la diócesis a pie o a caballo, ya que aún no había llegado el progreso. Realizó tres sínodos, reformó los estudios eclesiásticos, consagró doscientas iglesias, etc. Y se preocupó por infundir en todos el amor por la comunión frecuente y la Adoración Perpetua. En 1895, junto al padre Giuseppe Marchetti, fundó la congregación de Hermanas Apóstoles del Sagrado Corazón.
Pero su acción más representativa la llevó a cabo con los emigrantes. Conocía perfectamente el drama del éxodo de los que partían de Italia con el ideal americano en sus corazones y la esperanza de una vida mejor. Muchos hallaron frustrados sueños y fe. Viendo el peligro que corrían de perderla, en 1887 instituyó la congregación de los Misioneros de San Carlos (Scalabrinianos), aprobada por León XIII, para darles asistencia religiosa y humana. A él se debe el traslado de santa Francisca Javier Cabrini a América en 1889 para socorrer a niños, huérfanos y enfermos italianos. El beato nunca abandonó a sus emigrantes. Visitó a los que se hallaban en América del Norte y del Sur en dos ocasiones.
Su consigna fue: «Hacerme todo a todos para ganarlos a todos para Cristo». Y ciertamente lo consiguió. Tuvo dilección por los pobres, especialmente los «vergonzosos» –personas que gozaron de gran posición venidos a menos por la crisis–, así como por los prisioneros. Fundó un instituto para sordomudos, organizó la asistencia a las obreras del arroz, impulsó la sociedad de mutuo socorro, asociaciones de obreros, cajas rurales y cooperativas. Con sus propios bienes rescató del hambre a millares de campesinos y obreros. Para ello vendió sus caballos, así como el cáliz y la cruz pectoral obsequios de Pío IX. Fue el creador del primer Congreso catequético nacional, y fundador de la primera revista italiana de catequesis. ¿Cuál era el secreto? Sus numerosas horas de adoración ante el Santísimo Sacramento. Decía que la oración «es la parte más viva, más fuerte, más poderosa del apostolado».
Era un apasionado de la cruz que solía apretar junto a su pecho suplicando: «Haz que me enamore de la cruz», y de María, de la que hablaba con vehemencia en las homilías que pronunciaba. Impulsor de las peregrinaciones a santuarios marianos, donó las joyas de su madre para coronar a la Virgen. A su paso fue dejando el sello de su amor por la Iglesia y el pontífice. Llevaba trazada en sus labios la bendición del perdón. Es memorable y profético el discurso que pronunció en el «Catholic Club» de Nueva York en 1901 sobre la emigración. El 1 de junio de 1905 falleció agotado por tantas fatigas. Antes exclamó: «¡Señor, estoy listo. Vamos!». Juan Pablo II lo beatificó el 9 de noviembre de 1997 denominándolo «mártir de la verdad», aunque ya era mundialmente conocido como el «padre de los Migrantes», y «apóstol del Catecismo», título otorgado por Pío IX. En 1961, alumbradas por su enseñanza, nacieron las Misioneras Seglares Escalabrinianas.