El santo padre Francisco se ha reunido en con los obispos de Corea. Durante su discurso a los prelados, el Papa ha hablado de dos aspectos centrales del cuidado del Pueblo de Dios en este país: ser custodios de la memoria y de la esperanza. Francisco les ha recordado que son herederos de una extraordinaria tradición que surgió y se desarrolló gracias a la fidelidad, a la perseverancia y al trabajo de generaciones de laicos. Así, el Papa ha observado que de tierra de misión, Corea ha pasado a ser tierra de misioneros.
Por otro lado ha indicado que deben ser custodios de esperanza que ofrece el Evangelio de la gracia y de la misericordia de Dios en Jesucristo, la que inspiró a los mártires. Además, les ha invitado a estar cerca siempre de sus sacerdotes y a preocuparse de la educación de los jóvenes. También ha recordado a los obispos coreanos que la solidaridad con los pobres es un elemento esencial de la vida cristiana.
Publicamos a continuación el discurso completo del Santo Padre, difundido por la Sala de Prensa de la Santa Sede
Agradezco a Mons. Peter U-il Kang las fraternas palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos. Es una bendición para mí estar aquí y conocer personalmente la vitalidad de la Iglesia coreana. A ustedes, como Pastores, corresponde la tarea de custodiar el rebaño del Señor. Son los custodios de las maravillas que él realiza en su pueblo. Custodiar es una de las tareas confiadas específicamente al Obispo: cuidar del Pueblo de Dios. Como hermano en el Episcopado, me gustaría reflexionar hoy con ustedes sobre dos aspectos centrales del cuidado del Pueblo de Dios en este país: ser custodios de la memoria y ser custodios de la esperanza.
Ser custodios de la memoria. La beatificación de Pablo Yun Ji-chung y de sus compañeros constituye una ocasión para dar gracias al Señor que ha hecho que, de las semillas esparcidas por los mártires, esta tierra produjera una abundante cosecha de gracia. Ustedes son los descendientes de los mártires, herederos de su heroico testimonio de fe en Cristo. Son además herederos de una extraordinaria tradición que surgió y se desarrolló gracias a la fidelidad, a la perseverancia y al trabajo de generaciones de laicos. Ellos no tenían la tentación del clericalismo: eran laicos, caminaban ellos solos. Es significativo que la historia de la Iglesia en Corea haya comenzado con un encuentro directo con la Palabra de Dios. Fue la belleza intrínseca y la integridad del mensaje cristiano –el Evangelio y su llamada a la conversión, a la renovación interior y a una vida de caridad– lo que impresionó a Yi Byeok y a los nobles ancianos de la primera generación; y la Iglesia en Corea mira ese mensaje, en su pureza, como un espejo, para descubrirse auténticamente a sí misma.
La fecundidad del Evangelio en la tierra coreana y el gran legado transmitido por sus antepasados en la fe, se pueden reconocer hoy en el florecimiento de parroquias activas y de movimientos eclesiales, en sólidos programas de catequesis, en la atención pastoral a los jóvenes y en las escuelas católicas, en los seminarios y en las universidades. La Iglesia en Corea se distingue por su presencia en la vida espiritual y cultural de la nación y por su fuerte impulso misionero. De tierra de misión, Corea ha pasado a ser tierra de misioneros; y la Iglesia universal se beneficia de los muchos sacerdotes y religiosos enviados por el mundo.
Ser custodios de la memoria implica algo más que recordar o conservar las gracias del pasado. Requiere también sacar de ellas los recursos espirituales para afrontar con altura de miras y determinación las esperanzas, las promesas y los retos del futuro. Como ustedes mismos han señalado, la vida y la misión de la Iglesia en Corea no se mide en último término con criterios exteriores, cuantitativos o institucionales; más bien debe ser considerada a la clara luz del Evangelio y de su llamada a la conversión a Jesucristo. Ser custodios de la memoria significa darse cuenta de que el crecimiento lo da Dios (cf. 1 Co 3,6), y al mismo tiempo es fruto de un trabajo paciente y perseverante, tanto en el pasado como en el presente. Nuestra memoria de los mártires y de las generaciones anteriores de cristianos debe ser realista, no idealizada ni “triunfalista”. Mirar al pasado sin escuchar la llamada de Dios a la conversión en el presente no nos ayudará a avanzar en el camino; al contrario, frenará o incluso detendrá nuestro progreso espiritual.
Además de ser custodios de la memoria, queridos hermanos, ustedes están llamados a ser custodios de la esperanza: la esperanza que nos ofrece el Evangelio de la gracia y de la misericordia de Dios en Jesucristo, la esperanza que inspiró a los mártires. Ésa es la esperanza que estamos llamados a proclamar en un mundo que, a pesar de su prosperidad material, busca algo más, algo más grande, algo auténtico y que dé plenitud. Ustedes y sus hermanos sacerdotes ofrecen esta esperanza con su ministerio de santificación, que no sólo conduce a los fieles a las fuentes de la gracia en la liturgia y en los sacramentos, sino que los alienta constantemente a responder a la llamada de Dios hasta llegar a la meta (cf. Flp 3,14). Ustedes custodian esta esperanza manteniendo viva la llama de la santidad, de la caridad fraterna y del celo misionero en la comunión eclesial. Por esta razón les pido que estén siempre cerca de sus sacerdotes, animándolos en su labor cotidiana, en la búsqueda de santidad y en la proclamación del Evangelio de la salvación. Les pido que les transmitan mi saludo afectuoso y mi gratitud por su generoso servicio al Pueblo de Dios. Estén cerca de sus sacerdotes, por favor, cercanía, cercanía con los sacerdotes. Que puedan acceder a su obispo. Esa cercanía fraterna del obispo, y también paterna: la necesitan en muchas circunstancias de su vida pastoral. No obispos lejanos o, lo que es peor, que se alejan de sus sacerdotes. Lo digo con dolor. En mi tierra, oía decir con frecuencia a algunos sacerdotes: «He llamado al obispo; le he pedido audiencia; han pasado tres meses, y todavía no me ha respondido”. Escucha, hermano, si un sacerdote te llama hoy para pedirte audiencia, respóndele enseguida, hoy o mañana. Si no tienes tiempo para recibirlo, díselo: “No puedo porque tengo esto, esto, esto. Pero me gustaría escucharte y estoy a tu disposición”. Que sientan la respuesta del padre, enseguida. Por favor, no se alejen de sus sacerdotes.
<p>Si aceptamos el reto de ser una Iglesia misionera, una Iglesia constantemente en salida hacia el mundo y en particular a las periferias de la sociedad contemporánea, tenemos que desarrollar ese “gusto espiritual” que nos hace capaces de acoger e identificarnos con cada miembro del Cuerpo de Cristo (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 268). En este sentido, nuestras comunidades deberían mostrar una solicitud particular por los niños y los ancianos. ¿Cómo podemos ser custodios de la esperanza sin tener en cuenta la memoria, la sabiduría y la experiencia de los ancianos y las aspiraciones de los jóvenes? A este respecto quisiera pedirles que se ocupen especialmente de la educación de los jóvenes, apoyando la indispensable misión no sólo de las universidades, que son importantes, sino también de las escuelas católicas desde los primeros niveles, donde la mente y el corazón de los jóvenes se forman en el amor de Dios y de su Iglesia, en la bondad, la verdad y la belleza, para ser buenos cristianos y honestos ciudadanos.
Ser custodios de la esperanza implica también garantizar que el testimonio profético de la Iglesia en Corea siga expresándose en su solicitud por los pobres y en sus programas de solidaridad, sobre todo con los refugiados y los inmigrantes, y con aquellos que viven al margen de la sociedad. Esta solicitud debería manifestarse no sólo mediante iniciativas concretas de caridad –que son necesarias– sino también con un trabajo constante de
promoción social, ocupacional y educativa. Podemos correr el riesgo de reducir nuestro compromiso con los necesitados solamente a la dimensión asistencial, olvidando la necesidad que todos tienen de crecer como personas –el derecho a crecer como personas–, y de poder expresar con dignidad su propia personalidad, su creatividad y cultura. La solidaridad con los pobres está en el centro del Evangelio; es un elemento esencial de la vida cristiana; mediante una predicación y una catequesis basadas en el rico patrimonio de la doctrina social de la Iglesia, debe permear los corazones y las mentes de los fieles y reflejarse en todos los aspectos de la vida eclesial. El ideal apostólico de una Iglesia de los pobres y para los pobres, una Iglesia pobre para los pobres, quedó expresado elocuentemente en las primeras comunidades cristianas de su nación. Espero que este ideal siga caracterizando la peregrinación de la Iglesia en Corea hacia el futuro. Estoy convencido de que si el rostro de la Iglesia es ante todo el rostro del amor, los jóvenes se sentirán cada vez más atraídos hacia el Corazón de Jesús, siempre inflamado de amor divino en la comunión de su Cuerpo Místico.
He dicho que los pobres están en el centro del Evangelio; están también al principio y al final. Jesús, en la sinagoga de Nazaret, habla claro, al comienzo de su vida apostólica. Y cuando habla del último día y nos da a conocer ese “protocolo” con el que todos seremos juzgados –Mt 25–, también allí se encuentran los pobres. Hay un peligro, una tentación, que aparece en los momentos de prosperidad: es el peligro de que la comunidad cristiana se “socialice”, es decir, que pierda su dimensión mística, que pierda la capacidad de celebrar el Misterio y se convierta en una organización espiritual, cristiana, con valores cristianos, pero sin fermento profético. En tal caso, se pierde la función que tienen los pobres en la Iglesia. Es una tentación que han tenido las Iglesias particulares, las comunidades cristianas, a lo largo de la historia. Hasta el punto de transformarse en una comunidad de clase media, en la que los pobres llegan incluso a sentir vergüenza: les da vergüenza entrar. Es la tentación del bienestar espiritual, del bienestar pastoral. No es una Iglesia pobre para los pobres, sino una Iglesia rica para los ricos, o una Iglesia de clase media para los acomodados. Y esto no es algo nuevo: empezó desde los primeros momentos. Pablo se vio obligado a reprender a los Corintios, en la primera Carta, capítulo 11, versículo 17; y el apóstol Santiago fue todavía más duro y más explícito, en el capítulo 2, versículos 1 al 7: se vio obligado a reprender a esas comunidades acomodadas, esas Iglesias acomodadas y para acomodados. No se expulsa a los pobres, pero se vive de tal forma, que no se atreven a entrar, no se sienten en su propia casa. Ésta es una tentación de la prosperidad. Yo no les reprendo, porque sé que ustedes trabajan bien. Pero como hermano que tiene que confirmar en la fe a sus hermanos, les digo: estén atentos, porque su Iglesia es una Iglesia en prosperidad, es una gran Iglesia misionera, es una Iglesia grande. Que el diablo no siembre esta cizaña, esta tentación de quitar a los pobres de la estructura profética de la Iglesia, y les convierta en una Iglesia acomodada para acomodados, una Iglesia del bienestar… no digo hasta llegar a la “teología de la prosperidad”, no, sino de la mediocridad.
Queridos hermanos, el testimonio profético y evangélico presenta algunos retos particulares a la Iglesia en Corea, que vive y se mueve en medio de una sociedad próspera pero cada vez más secularizada y materialista. En estas circunstancias, los agentes pastorales sienten la tentación de adoptar no sólo modelos eficaces de gestión, programación y organización tomados del mundo de los negocios, sino también un estilo de vida y una mentalidad guiada más por los criterios mundanos del éxito e incluso del poder, que por los criterios que nos presenta Jesús en el Evangelio. ¡Ay de nosotros si despojamos a la Cruz de su capacidad para juzgar la sabiduría de este mundo! (cf. 1 Co 1,17). Los animo a ustedes y a sus hermanos sacerdotes a rechazar esta tentación en todas sus modalidades. Dios quiera que nos podamos salvar de esa mundanidad espiritual y pastoral que sofoca el Espíritu, sustituye la conversión por la complacencia y termina por disipar todo fervor misionero (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 93-97).
Queridos hermanos Obispos, gracias por todo lo que hacen: gracias. Y con estas reflexiones sobre su misión como custodios de la memoria y de la esperanza, he pretendido animarlos en sus esfuerzos por incrementar la unidad, la santidad y el celo de los fieles en Corea. La memoria y la esperanza nos inspiran y nos guían hacia el futuro. Los tengo presentes a todos en mis oraciones y les pido que confíen siempre en la fuerza de la gracia de Dios. No se olviden: «El Señor es fiel”. Nosotros no somos fieles, pero él es fiel. Él “les dará fuerzas y los librará del Maligno» (2 Ts 3,3). Que las oraciones de María, Madre de la Iglesia, hagan florecer plenamente en esta tierra las semillas sembradas por los mártires, regadas por generaciones de fieles católicos y trasmitidas a ustedes como promesa de futuro para el país y el mundo. A ustedes y a cuantos han sido confiados a su atención y custodia pastoral, les imparto de corazón la Bendición. Y les pido, por favor, que recen por mí. Gracias.