Hoy, festividad de la Natividad de la Virgen María, se celebra también la vida de este santo que nació en 1486 en Fuenllana, Ciudad Real, España, zona geográfica mundialmente archiconocida porque Cervantes situó en ella a su Quijote. Aunque Tomás creció en Villanueva de los Infantes, localidad natal de sus padres, de ahí el sobrenombre que le acompaña. Fue el mayor de seis hermanos; uno de ellos también se abrazó al carisma agustino. Su formación cristiana y piedad con los pobres lo aprendió de su madre. Y tanto calaron sus enseñanzas en él, que lo mismo se desprendía de las prendas que vestía para dáselas a los menesterosos y volver a casa sin ellas –sabía que recibiría la aprobación materna– como de su merienda. Lo enviaron a estudiar a Alcalá de Henares con 15 años. Cursó filosofía en el colegio franciscano de San Diego, y en el de San Ildefonso. Cuando se integró en la Orden de los agustinos de Salamanca en 1516, estaba matriculado en teología, y desde 1512 había ejercido la docencia en filosofía en la universidad de Alcalá. Entre otros alumnos tuvo a los insignes Domingo de Soto y Hernando de Encinas.
En Alcalá había dejado la impronta de su sabiduría y virtud. Era ferviente seguidor de las tesis del Aquinate (también de san Agustín y de san Bernardo), y ya le precedía el prestigio que siempre le acompañaría. La universidad salmantina esperaba tenerle al frente de su cátedra de filosofía, aunque al llegar a la capital del Tormes el santo perseguía otra gloria que obtuvo como agustino. Fue ordenado sacerdote en 1518, a la edad de 33 años. Después sería sucesivamente prior conventual, visitador general, y prior provincial de Andalucía y Castilla. Era un gran apóstol y en 1533, estando al frente de Castilla, envió a fundar a México a los primeros agustinos. Fue profesor de la universidad y un gran predicador; hizo llegar a todos el Evangelio con sencillez y profundidad, alejado de retóricas. La base la tenía en la Escritura; no hallaba fundamento mejor. Y así lo advertía: «quien no conoce a fondo las Escrituras no debe asumir el oficio depredicar». Son muy conocidos sus sermones que ponen de relieve su devoción por María.
Paulo III lo designó arzobispo de Valencia en 1544. Con anterioridad Carlos V, que le admiraba profundamente, le ofreció la sede de Granada. Le consideraba un «verdadero siervo mandado de Dios»; le nombró predicador de la corte y lo tuvo entre sus consejeros. Tomás se había negado en aquel momento, pero no pudo convencer a su superior para declinar la sede de Valencia, tras cuya propuesta se hallaba también el monarca. Así que llegó a ella a lomos de una mula, movido exclusivamente por la obediencia. Con las rentas que recibió a su pesar, y de las que se desprendió en cuanto pudo, logró que se reedificara el Hospital General y socorrió a los necesitados. Vestía pobremente, sintiéndose humilde fraile; únicamente le interesaba ser un buen pastor de almas y lo mostró en todo momento. Su paso por Valencia fue el de un hombre santo. Encontró una diócesis en pésimas condiciones; al ser tan virtuoso sufría viendo el proceder del cuerpo sacerdotal que parecía ir muy por detrás de los fieles a todos los niveles. Así que la reestructuró por completo confiriéndole el espíritu evangélico que le faltaba. Luchó contra costumbres lamentables y situaciones de pobreza, marginación, absentismo e ignorancia, además de vicios diversos que existían en el clero. No se detuvo a pesar de que halló una fuerte oposición. Cuando unos canónigos le amenazaron con apelar al papa si seguía adelante con su idea de convocar un sínodo, porque ya supondrían que lo que emanaría de él podría atentar contra los penosos hábitos que habían adquirido, el santo respondió: «pues yo apelo al Dios del cielo». Su autoridad moral era incontestable; en consecuencia tuvieron que claudicar.
Se ha destacado del santo su intensa espiritualidad marcada por la oración continua, fidelidad, obediencia, la caridad con los enfermos, por los que se desvivía actuando como un ejemplar enfermero, y su amor al estudio. Poesía el espíritu del verdadero pastor, cercano, accesible, siempre disponible para todos: «siendo obispo, no soy mío, sinode mis ovejas». Era un hombre lúcido, silencioso, prudente y discreto al que jamás se le vio perder el tiempo. Detestaba las murmuraciones. Entregado a los actos de piedad, y lector de textos devotos, era muy austero. Una vez se desprendió del humilde jergón que le servía de lecho entregando a los pobres el dinero que le dieron. No obstante, aunque tenía un concepto elevado acerca de la caridad, era también práctico y clarividente. Involucraba a los necesitados procurando que tuvieran trabajo. Decía: «La limosna no solo es dar, sino sacar de la necesidad al que la padece y librarla de ella cuando fuere posible». Era muy inteligente; sin embargo, no le acompañaba la memoria. Y era también distraído; luchó contra ambas deficiencias superándose.
Agraciado con experiencias místicas, no siempre pudo ocultarlas a los demás, como deseaba. Al terminar de oficiar la misa caía en éxtasis y los asistentes percibían su rostro nimbado por la luz. En una ocasión, predicando en Burgos, mientras levantaba el crucifijo exclamó: «¡Cristianos, miradle..!», sin poder añadir más por haberse sumido en un rapto. En otro momento, durante la toma de hábito de un novicio, otro de estos momentos singulares con los que era agraciado le dejó fuera de sí durante un cuarto de hora. Después, con religiosa delicadeza, signo de su profunda vida mística, rogó que le disculparan: «Hermanos: os pido perdón. Tengo el corazón débil y me apena sentirme perdido en ocasiones como ésta. Trataré de reparar mi falta». A punto de entregar su alma a Dios tenía muy presente a sus pobres y en modo alguno deseaba que permaneciesen en las arcas la cantidad de dinero que había, así que instó a sus cercanos a que la repartiesen. Murió el 8 de septiembre de 1555. Paulo V lo beatificó el 7 de octubre de 1618. Alejandro VII lo canonizó el 1 de noviembre de 1658.