Francesco Forgione es una de las figuras emblemáticas del siglo XX, extraordinariamente probado y aclamado como santo antes de su muerte. Lo inexplicable tuvo en él a uno de sus insignes representantes. Fue, sin proponérselo, vía de controversia para los incrédulos, de los que eligieron la razón como bandera. Es un instrumento del cielo para mostrar a los reticentes y al resto del mundo la grandeza y el poder infinito del amor de Dios, clave única de tanto misterio, acogido sin dudar por los sencillos y humildes de corazón.

Un caudal de dones: estigmas, bilocación, curación, profecía, lágrimas, penetración de espíritu, de perfume (sus estigmas olían a flores), etc., fueron llegando a la vida de este capuchino, que solo quiso ser «un fraile que reza», en medio de incontables sufrimientos, sirviéndole como peana para alcanzar la gloria eterna. «Los ángeles solo nos tienen envidia por una cosa: ellos no pueden sufrir por Dios. Solo el sufrimiento nos permite decir con toda seguridad: Dios mío, mirad cómo os amo». Entendió perfectamente las palabras de Cristo: «Casi todos vienen a mí para que les alivie la cruz; son muy pocos los que se me acercan para que les enseñe a llevarla». Este moderno cirineo no vaciló; portó la cruz elegantemente hasta el fin de sus días, unido al Redentor, infundiendo aliento a los demás y ayudándoles a llevar la suya: «Ten por cierto que si a Dios un alma le es grata, más la pondrá a prueba. Por tanto, ¡coraje! y adelante siempre».

Nació en Pietrelcina, Italia, en el seno de una humilde familia, el 25 de mayo de 1887; fue el cuarto de ocho hijos. A los 5 años tuvo la primera aparición del Sagrado Corazón de Jesús, y tiempo después comenzaron las de la Virgen, que perduraron siempre. A esa edad le asaltaron los envites del diablo, que no cesaron de atormentarle a lo largo de su existencia. Su ángel de la guarda, cuya presencia se le hizo patente, le fue asistiendo en su misión. Fue un niño silencioso, disciplinado, tímido, sensible y estudioso. Devotísimo de Jesús y de María, se las ingenió para que el sacristán le permitiese acudir al Sagrario cuando el templo estaba cerrado.

Era pequeño cuando por su mediación sanó un niño que tenía malformaciones y al que su madre, desesperada, arrojaba contra el altar. Ingresó con los capuchinos en 1903. La víspera se le apareció la Virgen acompañando a su divino Hijo, quien le animó en el paso que iba a dar poniendo la mano sobre su hombro. En otras visiones terribles de sesgo diabólico había contemplado los sufrimientos que le esperaban, y Cristo le confortó asegurándole que estaría junto a él hasta el fin del mundo. También María le consoló.

Se ordenó en Benevento en 1910 con este sentimiento: «Que yo sea un altar para tu Cruz. Un cáliz de oro para tu sangre». No gozó de buena salud. De pequeño había estado a punto de morir de fiebres tifoideas, y aún así llevó una vida austera, de grandes ayunos y penitencias. Poco después de ordenarse, muy enfermo tuvo que regresar a Pietrelcina para reponerse. Fue de convento en convento y sirvió en filas; seguía sin mejorar. En 1912 este fraile de fuerte carácter y cierta rudeza, pero de inmenso corazón, percibió los primeros signos de los estigmas y, aún fugazmente, el amor místico. En 1916 partió a San Giovanni Rotondo con idea de pasar un tiempo, pero permaneció allí el resto de su vida. En agosto de 1918 experimentó la transverberación, sintiéndola como un dardo de fuego que se le clavaba en el corazón, y en septiembre los estigmas, «visibles y sangrantes», que nunca cesaron.

Había recibido el don de aglutinar en torno a sí a personas que demandaban su consejo espiritual; no las decepcionó. Asistió a todas a través de exhortaciones, diálogos y un sinfín de cartas que cursó hasta que fue vetado por las autoridades eclesiásticas que examinaban concienzudamente su caso. Y es que en 1918, al quedar al descubierto las llagas de Cristo que había recibido en sus manos, pies y costado izquierdo, comenzó otro calvario uniéndose los combates contra el diablo que arremetía contra él casi de continuo. A cada uno se nos concede la gracia que nos basta. Al padre Pío no le faltó tampoco en medio de la estrecha vigilancia a la que fue sometido, sobre todo entre los años 1922 y 1923. El Santo Oficio dudaba de la «sobrenaturalidad de los hechos» y ello le acarreó no pocos sufrimientos. No pudo oficiar misa públicamente ni remitir escrito alguno, de modo que no pudo responder a las misivas que iban llegando al convento. Los numerosos fieles que acudían a sus misas, que duraban horas y en las que mostraba su profunda adoración al misterio del sacrificio del Redentor, no pudieron acompañarle. En 1931 la situación empeoró. La orden dictada era estricta; se redujo a la celebración privada de la misa. Dos años más tarde cesó esta restricción y en 1934 pudo confesar. Atrás quedaba una década de reclusión en su celda, soportando interrogatorios entre las sospechas de sus hermanos, de miembros de la Santa Sede, médicos y otros.

Entre tanto, se multiplicaron las conversiones en torno al santo que había llegado a pasar 16 horas diarias en el confesionario; tenía una lista de espera de varios días porque la gente quería ser dirigida por este sacerdote que reprendía con dureza las faltas de amor. Ello se debía, como se viene constatando en este santoral de ZENIT a través de otras vidas que se han ido ofreciendo, por la intensísima pasión por lo divino que inundaba sus entrañas: «Todo se resume en esto: estoy devorado por el amor a Dios y el amor al prójimo. ¿Cómo es posible ver a Dios que se entristece ante el mal y no entristecerse de igual modo? Yo no soy capaz de algo que no sea tener y querer lo que quiere Dios». En 1940 proyectó la «Casa Alivio del Sufrimiento», inaugurada en 1956. En 1960 fue objeto de nuevas prohibiciones; en 1964 las levantaron. Murió el 22 de septiembre de 1968, tras medio siglo con los estigmas. Juan Pablo II lo beatificó el 2 de mayo de 1999, y lo canonizó el 16 de junio de 2002.