Nació en San Juan de los Lagos, Jalisco, México, el 29 de abril de 1887. Sus padres Margarito Esqueda y Nicanora Ramírez ignoraban que habían traído al mundo a una persona auténtica, valiente, que sería testigo de Cristo ante el mundo. Con escasos recursos económicos, la familia vivía alumbrada por la fe que recibió el muchacho, y que se ocupó de acrecentar con la gracia divina. Por eso, la conocida expresión «estamos en manos de Dios» que frecuentemente se formula cuando la incertidumbre ante un futuro incierto hace acto de presencia, sean cuales sean las razones, no fue para él un comentario lacónico, una especie de comodín verbal sin más pretensiones, como tantas veces ocurre. Este joven intrépido y valeroso sostuvo rigurosamente esta convicción, con la hondura que encierra de absoluta confianza en la voluntad divina, en el instante más álgido de su corta existencia. 

Su temprana vinculación a la parroquia como niño de coro y monaguillo despertó su vocación al sacerdocio. Su expediente académico era impecable. Responsable y aplicado en sus estudios, siempre cosechando buenas notas, hicieron de él un alumno modélico para Piedad y Pedro, dos de sus profesores y directores de los centros en los que se educó. En esa infancia enriquecida por la piedad, y saludablemente gozosa, se habituó a rezar el rosario. Erigía altares en los que simulaba estar oficiando misa, el sueño que alimentaba en su espíritu. 

Tenía 15 años cuando ingresó en el seminario auxiliar de San Julián, dejando el incipiente trabajo en una zapatería, porque su padre juzgó conveniente que iniciase la carrera eclesiástica. Allí siguió mostrando sus cualidades para el estudio que eran tan solo un matiz de las muchas que le adornaban. En el seminario permaneció recibiendo formación hasta que las autoridades federales determinaron cerrarlo en 1914. No había podido ser ordenado, pero era ya diácono, y al regresar a su ciudad natal actuó como tal en la parroquia hasta que en 1916, después de haber completado estudios en el seminario de Guadalajara, se convirtió en sacerdote. Recibió el sacramento a finales de ese año en la capilla del hospital de la Santísima Trinidad. A continuación fue designado vicario de la parroquia en la que trabajaba. En ella permaneció hasta su muerte; once años de intensa actividad pastoral, dando lo mejor de sí. Dinamizó la vida apostólica con una excelente labor catequética que tenía como objetivo a los niños, a la par que impulsaba la asociación Cruzada Eucarística llevado por su amor a la Eucaristía, devoción que, junto a la que profesaba a la Virgen, extendió entre los fieles. De la Eucaristía extraía su fortaleza y aliento. Fue también un ángel de bondad para los pobres. 

Las fuerzas gubernamentales en una feroz campaña anticlerical habían dictado orden de persecución, y las buenas gentes del pueblo intentaron convencer a Pedro para que huyese a otro lugar. Sólo aceptó refugiarse de manera provisional en algunos lugares siempre cercanos a los fieles, a quienes de ese modo seguía atendiendo pastoralmente. Los sacerdotes y religiosos que han derramado su sangre por Cristo y su Iglesia en medio de conflictos políticos fueron caritativos y se caracterizaron por la libertad evangélica. No tuvieron acepción de personas, ni militaron en bandos determinados. Arraigados en Cristo se desvivían por las necesidades de sus fieles, con independencia de sus ideologías. Así era Pedro. 

Al inicio de noviembre de 1927 buscó refugio en Jalostotitlán, Jalisco. Pero regresó a San Juan llevado por su amor a los feligreses que en ningún caso deseaba dejar desasistidos. Se alojó en el hospital del Sagrado Corazón. El pueblo quería a ese sacerdote que habían visto crecer entre ellos, pero temían a las represalias de las autoridades si le daban cobijo; por eso, a veces algunas personas no le franquearon la puerta de sus moradas. Sin embargo, la gran mayoría no ocultaba su preocupación por su destino. Y las anfitrionas de una casa en la que fue acogido, le rogaron seriamente que escapara. Pero Pedro no estaba dispuesto a ello, y dando testimonio de su gran fe, decía: «Dios me trajo, en Dios confío». Este sentimiento, que reiteró ante otros vecinos, en ningún modo puede ser espontáneo cuando la vida está en peligro; estaba asentado en un corazón orante firmemente clavado en el corazón del Padre, abierto a su gracia.  

Fue detenido el 18 de noviembre de ese año 1927. En un mísero y oscuro cuartucho sufrió pacientemente la fiereza de los azotes y otras crueldades que le ocasionaron la fractura de uno de sus brazos; por ello los federales no pudieron verle expirar en la hoguera, como habían previsto. Pero sin duda, el tormento más doloroso fue ver profanados ante sí los objetos sagrados, destruidos los ornamentos y saqueado el archivo parroquial. Una cruel e infame tortura para un hombre de Dios, una persona inocente que lo único que perseguía era amar a Cristo y a los demás. Las incesantes vejaciones martiriales duraron hasta el 22 de noviembre. Maniatado y lleno de heridas le obligaron a subir por sí mismo a un árbol. Allí fue tiroteado sin piedad por un alto oficial que vertió en él su torrente de ira al ver que no podía sostenerse en la pira que habían dispuesto para ajusticiarlo prendiendo fuego al árbol en cuestión. Camino de su particular calvario, envuelto en un heroico silencio, dejó su testamento de fidelidad a la catequesis y al evangelio en unos niños que se acercaron a él. Juan Pablo II lo canonizó el 21 de mayo del 2000.