El padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, ha comenzado este viernes en el Vaticano con las tradicionales predicaciones que hace en el tiempo de Cuaresma, dirigidas a la Curia Romana. En la meditación de esta mañana no ha participado el papa Francisco, debido a que estaba regresando de sus Ejercicios Espirituales en las afueras de Roma.
A continuación, publicamos el texto íntegro de la reflexión introductoria del padre Cantalamessa:
P. Raniero Cantalamessa, ofmcap.
Primera Predicación de Cuaresma 2015
“LA ALEGRÍA DEL EVANGELIO LLENA EL CORAZÓN Y LA VIDA”
Reflexiones sobre la “Evangelii gaudium” del papa Francisco
Me gustaría aprovechar la ausencia del Santo Padre, en esta primera meditación de Cuaresma, para proponer una reflexión sobre su Exhortación apostólica Evangelii gaudiun, que no me habría atrevido a hacer en su presencia. No se tratará, por supuesto, de un comentario sistemático, sino sólo de reflexionar juntos y asumir algunos de sus puntos clave.
1. El encuentro personal con Jesús de Nazaret
Escrita al concluir el Sínodo de los Obispos sobre la nueva evangelización, la exhortación presenta tres polos de interés que se entrelazan entre sí: el sujeto, el objeto y el método de la evangelización: quién debe evangelizar, qué se debe evangelizar, cómo se debe evangelizar. Sobre el sujeto evangelizador, el Papa dice que se compone de todos los bautizados:
“En virtud del Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero (cf. Mt 28,19). Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por actores calificados donde el resto del pueblo fiel sea sólo receptivo de sus acciones. La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados” (n. 120).
Esta afirmación no es nueva. La había expresado el beato Pablo VI en la Evangelii nuntiandi, San Juan Pablo II en la Christifideles laici; Benedicto XVI había insistido sobre el papel especial reservado en ella para la familia 1. Incluso antes de esto, la llamada universal a evangelizar había sido proclamada por el decreto Apostolicam actuasitatem del Concilio Vaticano II. Una vez he escuchado a un laico americano comenzar así una intervención evangelizadora: «Dos mil quinientos obispos, reunidos en el Vaticano, me han escrito para que venga a anunciaros el Evangelio». Todos, por supuesto, tenían curiosidad por saber quién era este hombre. Y entonces él, que también era un hombre lleno de humor, explicó que los dos mil quinientos obispos eran los que estaban reunidos en el Vaticano para el Concilio Vaticano II y habían escrito el documento sobre el apostolado de los laicos. Él tenía toda la razón: ese documento no estaba dirigida a todos y nadie; estaba dirigido a todos los bautizados, y él lo tomó con razón como dirigido personalmente a él.
No es, por lo tanto, en este punto donde se tiene que buscar la novedad de la EG del papa Francisco. Él no hace más que reiterar lo que sus predecesores habían inculcado en varias ocasiones. La novedad debe buscarse en otra parte, en el llamamiento que dirige a los lectores al comienzo de la carta, y que constituye, creo, el corazón de todo el documento:
“Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él” (EG, n. 3).
Esto quiere decir que el objetivo final de la evangelización no es la transmisión de una doctrina, sino el encuentro con una persona, Jesucristo. La posibilidad de un encuentro cara a cara depende del hecho de que Jesús, resucitado, está vivo y quiere caminar al lado de cada creyente, así como realmente andaba con los dos discípulos en el camino a Emaús; es más, como estaba en sus corazones cuando regresaban a Jerusalén, después de recibirlo en el pan partido.
En el lenguaje católico “el encuentro personal con Jesús” nunca ha sido un concepto muy familiar. En lugar de encuentro “personal”, se prefería la idea del encuentro eclesial, que se lleva a cabo, es decir, a través de los sacramentos de la Iglesia. La expresión tenía, para nuestros oídos católicos, unas resonancias vagamente protestantes. El Papa no piensa evidentemente a un encuentro personal que sustituye al eclesial; sólo quiero decir que el encuentro eclesial debe ser también un encuentro libre, querido, espontáneo, no puramente nominal, legal o consuetudinario..
Para entender lo que significa tener un encuentro personal con Jesús, debemos echar un vistazo, por somero que sea, a la historia de la Iglesia. ¿Cómo se convertían en cristianos en los tres primeros siglos de la Iglesia? Con todas las diferencias de un individuo a otro y de un lugar a otro, esto ocurría después de una larga iniciación, el catecumenado, y era el resultado de una decisión personal, incluso también arriesgada por la posibilidad del martirio.
Las cosas cambiaron cuando el cristianismo se convirtió, inicialmente en una religión tolerada (edicto de Constantino en el 313) y después, en poco tiempo, en la religión favorecida, cuando no incluso la impuesta. A principios del siglo V, el emperador Teodosio II emitió una ley según la cual sólo los bautizados podían acceder a los cargos públicos. A esto se sumó el hecho de las invasiones bárbaras que en breve tiempo cambiaron por completo la disposición política y religiosa del imperio. Europa Occidental se convirtió en un conjunto de reinos bárbaros, con una población en algunos casos arriana, en la mayoría pagana.
En las regiones del antiguo imperio (sobre todo en oriente y en Italia centro meridional) ser cristianos ya no era una decisión del individuo, sino de la sociedad, más aún ahora que el bautismo se administraba casi siempre a los niños. En cuanto a los reinos bárbaros, en su interior regía la costumbre que la población seguía la decisión del jefe. Cuando, en la noche de Navidad del 498 o 499, el rey de los francos Clodoveo se hizo bautizar en Reims por el obispo de San Remigio, todo su pueblo lo siguió. (Esta es la razón por la que Francia ha tenido el título de “Hija primogénita de la Iglesia”). Así comenzó la práctica del bautismo en masa; mucho antes de la Reforma protestante estaba en marcha la norma: “Cuius regio eius et religio”: la religión del rey es también la del reino.
En esta situación, el énfasis no se pone más en el momento y la forma en que uno llega a ser cristiano, es decir, sobre cómo llegar a la fe, sino sobre las exigencias morales de la misma fe, sobre el cambio de costumbres; en otras palabras, sobre la moral. La situación, sin embargo, fue menos grave de lo que pueda parecernos hoy, ya que, con todas las contradicciones que sabemos, sin embargo, la familia, la escuela, la cultura y poco a poco también la sociedad ayudaban, casi espontáneamente, a absorber la fe. Por no hablar de que, desde el comienzo de la nueva situación, nacieron formas de vida, como la vida monástica y luego las diversas órdenes religiosas, en las que el bautismo era vivido en toda su radicalidad y la vida cristiana era el resultado de una decisión personal, a menudo heroica.
Esta situación llamada “de cristiandad” ha cambiado radicalmente y no es este el caso para detenerse a ilustrar los tiempos y las formas del cambio. Sólo tenemos que saber que ya no es como en los siglos pasados en los que se formaron la mayoría de nuestras tradiciones y de nuestra propia mentalidad. El advenimiento de la modernidad, comenzada con el humanismo, acelerada por la Revolució
n Francesa y la Ilustración, la emancipación del Estado de la Iglesia, la exaltación de la libertad individual y la autodeterminación y para finalizar la secularización radical en la que ha derivado, han cambiado profundamente la situación de la fe en la sociedad.
De ahí la urgencia de una nueva evangelización, es decir, de una evangelización que se mueva a partir de bases diferentes a las tradicionales, y teniendo en cuenta la nueva situación. Se trata básicamente de crear las oportunidades para que los hombres de hoy puedan tomar, en el nuevo contexto, la decisión personal libre y madura que los cristianos adoptaban al inicio cuando recibían el bautismo y que les convertía en cristianos reales y no sólo nominales.
2. ¿Cómo responder a las nuevas exigencias?
Naturalmente no somos los primeros en plantearnos el problema. Para no remontarnos todavía más atrás, recordemos el establecimiento, en 1972, del “Ritual de la Iniciación Cristiana de Adultos” (RICA) que propone una especie de camino catecumenal para el bautismo de los adultos. En algunos países con religión mixta, donde muchas personas piden el bautismo siendo adultos, esta herramienta ha demostrado ser muy eficaz.
¿Pero qué hacer con la masa de cristianos ya bautizados que viven como cristianos sólo de nombre y no de hecho, completamente ajenos a la Iglesia y a la vida sacramental? La respuesta a este problema ha surgido más de Dios mismo que de la iniciativa humana. Y son los movimientos eclesiales, grupos laicales y comunidades parroquiales renovadas, aparecidas después del Concilio. La contribución conjunta de todas estas realidades, a pesar de la gran variedad de estilos y la composición numérica, es que ellas son el contexto y el instrumento que permite a muchas personas adultas tomar una decisión personal por Cristo, tomarse en serio su bautismo, convertirse en sujetos activos de la Iglesia.
San Juan Pablo II veía en estos movimientos y comunidades parroquiales vivas “los signos de una nueva primavera de la Iglesia”. En la Novo millennio ineunte escribía:
“Tiene gran importancia para la comunión el deber de promover las diversas realidades de asociación, que tanto en sus modalidades más tradicionales como en las más nuevas de los movimientos eclesiales, siguen dando a la Iglesia una viveza que es don de Dios constituyendo una auténtica primavera del Espíritu 2”.
De la misma forma se ha expresado, en varias ocasiones, Benedicto XVI. En la homilía de la Misa crismal del Jueves Santo de 2012, ha dicho:
“Mirando a la historia de la época post-conciliar, se puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en momentos llenos de vida y que hace casi tangible la inagotable vivacidad de la Iglesia, la presencia y la acción eficaz del Espíritu Santo”.
3. Porqué el evangelio llena de alegría el corazón y la vida del creyente.
Pero ahora volvamos a la carta del papa Francisco. Comienza con las palabras que han inspirado el título del documento: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús”. Existe un vínculo entre el encuentro personal con Jesús y experimentar la alegría del Evangelio. La alegría del Evangelio, se experimenta sólo mediante el establecimiento de una relación íntima, de persona a persona, con Jesús de Nazaret.
Si no queremos que las palabras sean sólo palabras, tenemos que plantearnos a este punto una pregunta: ¿por qué el Evangelio sería una fuente de alegría? ¿La expresión es solamente un eslogan cómodo, o corresponde a la verdad? Más aún, ¿por qué el Evangelio se llama así: euangelion, o sea buena noticia, noticia bella, gozosa? La mejor manera para descubrirlo es partir desde el momento en el cual esta palabra aparece por primera vez en el Nuevo Testamento y precisamente en la boca de Jesús. Marcos al inicio de su Evangelio resume en pocas palabras el mensaje fundamental que Jesús iba predicando en las ciudades y pueblos en donde iba, después de su bautismo en el Jordán:
“Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo:El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 14-15).
A primera vista se diría que esta no es precisamente una noticia “gozosa”, una noticia alegre; suena más bien como una llamada de atención severa, un llamamiento austero al cambio. En este sentido este viene propuesto al inicio de la Cuaresma, en el Evangelio del primer domingo, y se acompaña con el rito de las cenizas en la cabeza: “¡Convertíos y creed en el Evangelio!”. Por eso es vital entender el verdadero sentido de este inicio del Evangelio.
Antes de Jesús, convertirse significaba siembre “volver atrás”, (como indica el mismo término usado en hebreo, para indicar esta acción, o sea el término shub); significaba volver a la alianza violada, mediante una renovada observancia de la ley. Dice el Señor por boca del profeta Zacarías: “convertíos a mi […], volved de vuestro camino perverso” (Zc 1, 3-4; cfr. también Jr 8, 4- 5).Convertirse tiene por lo tanto un significado principalmente ascético, moral y penitencial que se actúa cambiando la conducta de la propia vida. La conversión es vista como condición para la salvación; el sentido es: convertíos y seréis salvados; convertíos y la salvación llegará a vosotros.
Este es el significado predominante que la palabra conversión tiene en los labios de Juan el Bautista (cfr. Lc 3, 4-6). Pero en la boca de Jesús este significado cambia: no porque Jesús se divertía cambiando el sentido de las palabras, sino porque con él cambió la realidad. El significado moral pasa a un segundo plano (al menos en el inicio de la predicación), respecto a un significado nuevo, hasta ahora desconocido. Convertirse no significa más volver hacia atrás; significa más bien hacer un salto hacia adelante y entrar mediante la fe en el Reino de Dios que vino en medio de los hombres. Convertirse es tomar la decisión llamada “decisión del momento” delante de la realización de las promesas de Dios.
“Convertíos y creed” no significan dos cosas distintas y sucesivas, sino la misma acción: convertíos, o sea, creed; ¡convertíos creyendo! Lo afirma también santo Tomás de Aquino: “Prima conversio fit per fidem”, la primera conversión consiste en creer 3. Conversión y salvación se han intercambiado el lugar. No más: pecado – conversión – salvación
(Convertíos y seréis salvados; convertíos y la salvación vendrá a vosotros”), sino más bien: pecado – salvación – conversión. (“Convertíos porque sois salvados; porque la salvación ha venido a vosotros”). Los hombres no han cambiado, no son ni mejores ni peores que antes, es Dios el que ha cambiado y, en la plenitud del tiempo, ha enviado a su Hijo para que recibiéramos la adopción como hijos (cfr. Ga 4, 4).
Muchas parábolas evangélicas no hacen que reiterar este gozoso anuncio inicial. Una es la del banquete. Un rey hizo un banquete para las bodas de su hijo; en la hora establecida envió a sus siervos a llamar a los enviados (cfr. Mt 22, 1 ss.). Estos no había pagado antes el precio como se hace en las comidas sociales; no, el banquete es gratuito. Se trata solamente de aceptar o rechazar la invitación.Otra es la parábola de la oveja perdida. Jesús la concluye con las palabras: “Así, les dijo que hay más alegría delante de los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte”. (Lc 15,10). Pero, ¿en qué consiste la conversión de la oveja? Quizás en que ella haya regresado al rebaño por si misma? No, es el pastor que ha ido a buscarla y la ha llevado al rebaño cargada en su espalda.
San Pablo, en la carta a los romanos (3, 21 ss.), será el anunciador
indómito de esta extraordinaria novedad evangélica, después que Jesús le hizo pasar esta experiencia dramática en su vida.Así recuerda el hecho que cambió el curso de su vida::
“Pero todo lo que hasta ahora consideraba una ganancia, [ser circunciso, judío, irreprensible por lo que se refiere a la observancia de la ley], lo tengo por pérdida, a causa de Cristo.Más aún, todo me parece una desventaja comparado con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él he sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo y estar unido a él, no con mi propia justicia –la que procede de la Ley– sino con aquella que nace de la fe en Cristo, la que viene de Dios y se funda en la fe” (Flp 3, 7-9).
Por esto el Evangelio se llama Evangelio y es fuente de alegría. Nos habla de un Dios que, por pura gracia, ha venido a nuestro encuentro en su Hijo Jesús. Un Dios que “amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna” (Jn 3, 16).
Muchos recuerdan del Evangelio casi solo la frase de Jesús: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16, 24) y se convencen de que el Evangelio es sinónimo de sufrimiento y de negación de sí, y no de alegría. Pero profundicemos el discurso: “me siga” ¿dónde? ¿Al Calvario, a la muerte de cruz? No, en el Evangelio, esto constituye la penúltima etapa, nunca la última. Me siga, a través de la cruz, a la resurrección, a la vida, ¡a la alegría sin fin!
4.La fe y las obras y el Espíritu Santo
Pero ¿no reducimos así el Evangelio a una sola dimensión, la de la fe, descuidando las obras? ¿Y cómo conciliar la explicación apenas expuesta con otros pasajes del Nuevo Testamento donde la palabra conversión está dirigida a quien ha creído? A los apóstoles que le seguían desde hace tiempo Jesús les dijo un día: “Si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 18, 3); Juan, en el Apocalipsis, repite a cada una de las siete iglesias el imperativo “convertíos” (metanoeson), donde el sentido inequívoco de la palabra es: ¡vuelve al fervor primitivo, sé vigilante, cumple las obras de antes, deja de acunarte en la ilusión de estar bien con Dios, sal de tu tibieza! (cfr. Ap 2-3).
La cosa se explica con una sencilla analogía con lo que sucede con la vida física. El niño ni puede hacer nada para ser concebido en el sentido de la madre; necesita del amor de dos padres que le dan la vida; pero una vez que viene al mundo debe formar sus pulmones, respirar, mamar, o de lo contrario la vida recibida se apaga. En este sentido se entiende la frase de Santiago: “La fe sin las obras está muerta (St 2, 26), en el sentido de que sin las obras la fe “muere”.
Este es también el sentido que la teología católico siempre ha dado a la definición paulina de la “la fe que obra por medio del amor” (Ga 5, 6). Uno no se salva por las buenas obras, pero no se salva sin las buenas obras: podemos resumir así lo que el concilio de Trento dice sobre este punto y que el diálogo ecuménico hace más y más ampliamente compartido entre los cristianos.
La exhortación apostólica del papa Francisco reflexiona esta síntesis entre fe y obra. Después de haber iniciado hablando de la alegría del Evangelio que llena el corazón, en el cuerpo de la cartarecuerda todos los grandes “no” que el Evangelio pronuncia contra el egoísmo, la injusticia, la idolatría del dinero, y todos los grandes “sí” que esto nos anima a decir al servicio del los otros, el compromiso social, a los pobres.
La exigencia de compromiso que el Evangelio implica, no atenúa la promesa de alegría con la que Jesús inaugura su ministerio y el Papa inicia su exhortación, es más, la refuerza. Esa gracia que Dios ha ofrecido a los hombres enviando a su Hijo al mundo, ahora, que Jesús ha muerto y resucitado y ha enviado al Espíritu Santo, no deja al creyente solo luchando con las exigencias de la ley de del deber; pero hace en él y con él, mediante la gracia lo que él puede. Le da “una inmensa alegría en medio de todas las tribulaciones” (2 Co 7, 4).
Es la certeza con la que el papa Francisco concluye su exhortación. El Espíritu Santo, recuerda,“viene en ayuda de nuestra debilidad” (Rm 8, 26) (EG, n. 280). Él es nuestro gran recurso. La alegría prometida por el Evangelio es fruto del Espíritu (Ga 5, 21), y no se mantiene si no gracias a un continuo contacto con él.
En un reciente encuentro con los líderes de las Fraternidades carismáticas, el papa Francisco usó el ejemplo de lo que sucede en la respiración humana 4. Tiene dos fases: está la inspiración con la que se recibe el aire y está la espiración con la que se expulsa el aire. Son, decía, un bonito símbolo de lo que debe suceder en el organismo espiritual. Nosotros inspiramos el oxígeno que es el Espíritu Santo mediante la oración, la meditación de la palabra de Dios, los sacramentos, la mortificación, el silencio; derramamos el Espíritu cuando vamos hacia los otros, en el anuncio de la fe y en las obras de la caridad.
El tiempo de cuaresma que acabamos de empezar, es, por excelencia, tiempo de inspiración. Hagamos, en este tiempo, respiraciones profundas; llenemos de Espíritu Santo los pulmones de nuestra alma y así, sin que nos demos cuenta, nuestro aliento olerá a Cristo. ¡Buena Cuaresma a todos!
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1 Benedicto XVI, Discurso a la Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo para la Familia en 2011.
2 Novo millennio ineunte, 46.
3 Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-IIae, q. 113, a,4.
4 Discurso a los miembros de la «Catholic Fraternity of Charismatic Covenant Communities and Fellowships», Viernes, 31 de octubre de 2014.