La fiesta de Pentecostés es la fiesta del Espíritu Santo. A los cincuenta días de la Pascua, fue enviado el Espíritu Santo desde el seno del Padre, por el cauce de la humanidad santísima de Jesucristo, de cuyo costado, abierto por la lanza, manó sangre y agua. Y llenó toda la tierra, renovándola. La fiesta litúrgica de Pentecostés tiene la capacidad de actualizar aquella efusión del Espíritu Santo, para renovar hoy todo el universo. El Espíritu Santo, alma de la Iglesia. El Espíritu Santo, alma de nuestra alma, dulce huésped del alma.
Esa fuerza potente del Espíritu Santo no es una energía anónima, que pudiera desprender el cosmos. No. Se trata de una relación personal, una relación de amor, de tú a tú. El Espíritu actúa silenciosamente en nuestros corazones y los va inflamando con el fuego de su amor, nos va recordando las cosas de Jesús y nos da la profunda convicción de que somos hijos de Dios y miembros de su familia que es la Iglesia.
El Espíritu Santo prende en el corazón de los creyentes para hacerlos testigos: “Esta es la hora en que rompe el Espíritu el techo de la tierra, y una lengua de fuego innumerable purifica, renueva, enciende, alegra las entrañas del mundo. Esta es la fuerza que pone en pie a la Iglesia en medio de las plazas y levanta testigos en el pueblo…” (himno litúrgico).
La fiesta de Pentecostés es por tanto la fiesta del apostolado. Los apóstoles, al recibir el Espíritu Santo, fueron fortalecidos con la fuerza de lo alto y se convirtieron en testigos valientes de Jesús en medio del pueblo, dispuestos incluso a sufrir persecución y hasta martirio por amor a Jesús. Las vigilias y la misma fiesta de Pentecostés en cada una de las parroquias quiere alentar en todos el dinamismo apostólico que hoy necesita la Iglesia para presentarse ante el mundo como la Esposa de Cristo, signo transparente de su presencia y de su amor en el mundo, santa e inmaculada en medio del mundo.
Es el día del apostolado seglar. Los fieles laicos en la Iglesia son como un enorme gigante dormido, que va despertando para asumir la tarea propia en la Iglesia y en el mundo: imbuir las realidades de este mundo con el espíritu del evangelio, a manera de fermento, como sal de la tierra y como luz del mundo. Renovarlo todo para llevarlo a su plenitud, purificándolo de todo lastre. La familia se hace nueva, el amor humano se hace nuevo, el trabajo adquiere un sentido nuevo, la vida social es otra cosa, y hasta la política adquiere su verdadera dimensión de servicio a la sociedad en el ejercicio de la caridad social. El Espíritu Santo todo lo hace nuevo, dejemos que entre en nuestros corazones.
Es el día de la Acción Católica. Desde los primeros pasos, la Acción Católica vio en esta fiesta de Pentecostés su fiesta propia, en la cual tomar conciencia del papel de los laicos en la vida de la Iglesia y tomar impulso para su apostolado. Y concretamente de los laicos que viven en torno a la parroquia y a sus pastores, siguiendo sus planes pastorales y desembocando en la parroquia sus colaboraciones para convertirla en una comunidad viva, con un fuerte sentido de comunión, en la participación y en la corresponsabilidad eclesial. No es la única forma de participación de los laicos en la vida de la Iglesia. En la casa de mi Padre hay muchas moradas… Pero la Acción Católica ha gozado siempre de una preferencia por parte de los pastores, porque en su propia naturaleza se confiesa como estrecha colaboradora del apostolado parroquial y diocesano. En estrecha comunión con los pastores, en estrecha colaboración con la jerarquía y como vínculo de comunión entre todos los fieles laicos de la parroquia, actuando públicamente en nombre de la Iglesia.
Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Ven y haz nuevas todas las cosas, renovando nuestro corazón.
Recibid mi afecto y mi bendición:
Demetrio