P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor y director espiritual en el seminario diocesano Maria Mater Ecclesiae de são Paulo (Brasil).
Idea principal: Dios es un Dios cercano. A esta verdad los Padres de la Iglesia llamaban la condescendencia divina, un “bajarse Dios”, acomodarse a las capacidades del hombre. Y todo por amor.
Síntesis del mensaje: en este ciclo B se nos presenta a un Dios cercano a nuestra vida: que por amor gratuito ha hecho de Israel su pueblo elegido, que por amor paterno le ha dirigido su Palabra, que con amor firme lo ha liberado “con mano fuerte y brazo poderoso” de la esclavitud (1ª lectura), y que a los que estamos bautizados en su Nombre nos ha concedido ser hijos adoptivos suyos (2ª lectura) y nos ha lanzado por el mundo para enseñar esta verdad enseñada por Cristo (evangelio).
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, ese bajarse Dios a nosotros fue progresivo. Dice san Gregorio Nacianceno: “En el Antiguo Testamento se reveló claramente el Padre y comenzó a revelarse, en forma todavía velada y oscura, el Hijo. En el Nuevo Testamento, se reveló claramente el Hijo y comenzó a hacerse luz el Espíritu Santo. Ahora (en la Iglesia), el Espíritu habita entre nosotros y se revela abiertamente. De ese modo, por sucesivas conquistas y ascensiones, pasando de claridad en claridad, era necesario que la luz de la Trinidad brillase frente a ojos ya iniciados en la luz” (Oratio, 31, 26). San Agustín vio con más claridad este misterio: ese Dios que se acerca y condesciende con el hombre es Amor, es una Trinidad de Amor en la cual el Padre es el amante, el Hijo, el amado, y el Espíritu Santo, el amor (cf. De Trinitate, VIII, 10, 14; IX, 2, 2). La primera lectura nos da los gestos de amor de ese Dios: nos habla a través de los patriarcas, profetas; nos salva de la esclavitud. Él será la alegría para nosotros, con tal que guardemos su Palabra y sus mandamientos.
En segundo lugar, en la segunda lectura de hoy se nos da un paso más de este Dios cercano: es Padre amoroso y nosotros somos hijos en el Hijo. La analogía nos permite distinguir claramente entre nuestra filiación y la del Señor Jesús: Él es Hijo por naturaleza, nosotros lo somos por incorporación. La misma analogía, aunque imperfecta, no es una filiación ficticia, sino que es una «una participación real en la vida del Hijo único» (Catecismo de la Iglesia Católica, 460), “por lo que podemos «invocar a Dios Padre con el mismo nombre familiar que usaba Jesús: Abba” (Juan Pablo II, Catequesis del 16 de diciembre, 1998). ¿Por qué es una filiación auténtica? Porque se ha realizado en nosotros un profundo cambio en nuestra naturaleza, una transformación ontológica que nos configura con el Señor Jesús y nos incorpora a su Cuerpo místico, que es la Iglesia (Catecismo de la Iglesia Católica, 1121; 1272-1273). Por un Don del Padre los que creemos en el Hijo único llegamos a ser verdaderamente hijos en el Hijo único (Jn 1,12), según la conmovida expresión del apóstol Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1Jn 3, 1).
Finalmente, en el evangelio se da el tercer paso de esta hermosa revelación de Dios. Dios es Trinidad. El Dios uno y simple, vive en tres Personas: el Padre, el Hijo, que tomó carne en Cristo, y el Espíritu Santo. La Trinidad significa que Dios no es un Dios solitario, sino una comunidad de amor. Dios es el amor hecho vida: amor como persona. El resto de lo que sabemos o podemos saber de Dios viene como consecuencia. Y en este evangelio, Cristo nos anuncia la misión que encomendó a la Iglesia. Es una misión triple: evangelizadora (“Id y haced discípulos”), celebrativa (“bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”) y vivencial (“enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”).
Para reflexionar: ¿Cómo experimento en mi vida el amor de la Santísima Trinidad? ¿Cómo trato cada día a la Trinidad Santa? ¿Con qué Persona divina tengo más intimidad: con el Padre, con el Hijo, con el Espíritu Santo? ¿A quién me asemejo más: al Padre en su ternura, al Hijo en su sabiduría, al Espíritu Santo en su bálsamo consolador?
Para rezar: Recemos con la beata Isabel de la Trinidad: “¡Oh Dios mío, trinidad adorable, ayúdame a olvidarme por entero para establecerme en ti! ¡Oh mi Cristo amado, crucificado por amor! Siento mi impotencia y te pido que me revistas de ti mismo, que identifiques mi alma con todos lo movimientos de tu alma; que me sustituyas, para que mi vida no sea más que una irradiación de tu propia vida. Ven a mí como adorador, como reparador y como salvador…¡Oh fuego consumidor, Espíritu de amor! Ven a mí, para que se haga en mi alma una como encarnación del Verbo; que yo sea para él una humanidad sobreañadida en la que él renueve todo su misterio. Y tú, ¡oh Padre!, inclínate sobre tu criatura; no veas en ella más que a tu amado en el que has puesto todas tus complacencias. ¡Oh mis tres, mi todo, mi dicha, soledad infinita, inmensidad en que me pierdo! Me entrego a vos como una presa; sepultaos en mi para que yo me sepulte en vos, en espera de ir a contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras grandezas”.
Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email: arivero@legionaries.org