Ezequiel 17, 22-24: “Elevaré los árboles pequeños”.
Salmo 91: “¡Qué bueno es darte gracias, Señor!”
II Corintios 5, 6-10: “En el destierro o en la patria, nos esforzamos por agradar al Señor”
San Marcos 4, 26-34: “El hombre siembra su campo, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece”.
Los estudiantes se quedan admirados por la amabilidad, hospitalidad y trabajos de aquella familia árabe-cristiana. Arrumbada en el rincón de la frontera norte de Israel donde se ocultan y resisten las fuerzas palestinas, vive en constante zozobra por los ataques de uno y otro ejército. Con diferentes métodos y con diferentes actitudes, pero siempre pasa lo mismo: acaban desconfiando de ellos y destruyendo la granja que con sudores y esfuerzos van levantando en medio de las alambradas y los campos minados. Allí siempre es tiempo de guerra y de inseguridad. Uno de los estudiantes se anima a preguntar: “¿Por qué siembran si al rato vienen unos u otros para destruir sus cultivos?”. La respuesta del padre de familia, un anciano respetable, llega con seguridad: “Si sembramos, tenemos esperanza. Si nos cruzamos de brazos, nos hundimos en el pesimismo”. Frente a la adversidad, siempre hay que sembrar; frente a los problemas, hay que sembrar; frente al pesimismo, hay que sembrar.
“El Reino de Dios”, siempre el reino, una y otra vez, como una obsesión, es el tema favorito de Jesús. Un reino enraizado en las miserias humanas, un reino construido con los pequeños y los pobres, un reino que trae la verdadera paz y la verdadera justicia. Es su causa, por la que vivió, por la que luchó y por la que murió. ¿Cómo transmitir esa pasión por el Reino? Lo hace a través de las parábolas que nos hablan de la vida ordinaria y cotidiana de sus paisanos, son ejemplos sencillos pero en un momento tienen un especie de rompimiento que nos cuestiona y nos enfrenta con la realidad del Reino. Así son las parábolas de este domingo. Así son también las imágenes que nos presenta el profeta Ezequiel: una rama tierna cortada de la copa de una gran cedro que plantada en la montaña de Israel se convierte en cedro magnífico. De lo pequeño se alcanza la grandeza. Ya podremos aprender a trabajar en las pequeñeces sin desesperación, sin ambiciones, pero con todo el entusiasmo. Por este mismo camino sorprendente nos lleva la primera parábola. ¿Qué tiene de extraordinario la escena que nos presenta? En aquel tiempo, y ahora, era escena cotidiana la salida de los sembradores a realizar su faena y depositar su semilla en el surco abierto. ¿Por qué la narraría entonces Jesús? Porque en aquel tiempo, y ahora también, ante los escasos frutos logrados en la lucha por el Reino, en la búsqueda de la justicia, en la difusión de la palabra, llegan momentos de desaliento y se corre el riesgo de dejar de sembrar, de sentarse a rumiar el pesimismo, de dejar que las cosas vayan por sí solas. ¡Cuánta razón tiene el Papa Francisco al decirnos que el pesimismo es una de las tentaciones fuertes de nuestro tiempo!
Si miramos así la parábola, encontraremos un fuerte reclamo a esta sociedad que se ha cansado, que está hastiada, que de tanto dolor y aburrimiento se emborracha en sus placeres, en su imagen y se olvida de la construcción del Reino. Vive en somnolencia y abandono. No quiere reflexionar ni construir. Tantos sueños se han roto, que acabamos por quedarnos dormidos; tantos ideales han fracasado que no queremos ya levantar la vista. ¿No es cierto que el pesimismo y la indiferencia se han apoderado de muchos de nosotros? Pues ahí está otra vez la invitación a sembrar. Si se siembra, habrá esperanza de cosecha, si el terreno permanece intacto, queda estéril y se llena de maleza. El discípulo del Reino no tiene derecho a cruzarse de brazos y a fingir ignorancia, mientras hay un mundo de miseria que reclama el trabajo, quizás pequeño, pero constante y esforzado del que ha depositado su fe en Jesús. Es cierto: hay corrupción, hay injusticias, pero seguirán creciendo si no sembramos paz, honestidad, coherencia y justicia. La siembra escondida, en silencio, con esperanza, tiene la promesa del fruto futuro.
La parábola nos hace otro reclamo: no todo está en nuestras manos. Acostumbrados a resultados inmediatos y controlables, queremos someter la historia del Reino a nuestros pobres y ridículos esfuerzos. La parábola de la semilla que crece por sí sola insiste en la fuerza que posee el reino de Dios sembrado ya en la tierra. A nosotros nos toca poner la semilla, al Señor le toca darle crecimiento. Se requiere paciencia y perseverancia. Crece lento, por pasos: “primero los tallos, luego las espigas y después los granos en las espigas”, pero de forma inexorable, a pesar de unos comienzos ocultos. Duerma o se levante el hombre, de noche o de día, sin que él sepa cómo, la semilla brota y crece por sí misma aunque nadie la trabaje. El Reino rompe nuestros esquemas, es don y no depende sólo de nuestro trabajo y esfuerzo. Creer en Dios, creer en las personas, creer en el Reino, respetar los ritmos y confiar en la dinámica de su realización aquí, es mucho más que hacer. Es dejar hacer y dejar hacerse. Es cambiar el corazón y abrirlo al Reino. Es abandonarse confiadamente en manos de Dios. De ningún modo es invitación a la desidia y al providencialismo. Es el compromiso fuerte de sembrar y trabajar, para después, en oración, poner confiadamente nuestros esfuerzos en manos del Padre que nos ama y que le dará crecimiento.
El grano de mostaza nos pone en la misma sintonía: el Reino no llega con escándalos y propagandas mentirosas, se construye desde lo pequeño y desde los pequeños, cada día, con entrega, con constancia, con dedicación, calladamente. A muchos nos cuesta este trabajo diario y callado, sin embargo nuestro mundo está lleno de personas que generosa y honradamente están construyendo este Reino. Vienen a mi mente las palabras de aquel santo mártir mexicano que con mucha vehemencia repetía: “Quiero ser semilla y morir en la raya, no quedarme mirando desde la orilla”. Compromiso serio en la construcción del Reino, pero esperanza confiada en la acción amorosa de nuestro Dios. Presencia de Reino que es regalo, conquista, trabajo y alegría, hermandad y construcción, pero nunca pasividad o indiferencia. ¿Cómo estamos construyendo el Reino de Dios? ¿Cómo damos esperanza en estos momentos de duelo, desconfianzas y pesimismo? El verdadero cristiano sigue sembrando en silencio y espera confiado la lluvia de amor de Dios Padre que dará crecimiento y fortaleza a su semilla.
Señor, da fortaleza a nuestras debilidades, da esperanza a nuestro pesimismo, da fruto a nuestros esfuerzos,. Amén.