Meropio Poncio Anicio Paulino, aclamado patricio romano que se abrazó formalmente al cristianismo y alcanzó la gloria de Bernini, fue muy estimado por santos de la talla de Ambrosio y Agustín, que fueron sus amigos, como también de san Jerónimo con el que mantuvo correspondencia. San Francisco de Sales admiró de él su exquisita educación y amabilidad. Nació en Burdeos, Francia, el año 353. Su padre, prefecto en Aquitania, encomendó su formación a su amigo el poeta Ausonio, profesor de la universidad de la ciudad. Luego Paulino completó estudios en Milán.
Con un importante bagaje intelectual que incluía filosofía, derecho, física, poesía, etc., el año 378, apenas rebasados los 20 años, edad en la que ya poseía cuantiosos bienes, ingresó en la carrera política como senador del Imperio romano. Fue gobernador de la Campania donde se veneraba a san Félix, punto de referencia importante en su vida. Oraba en el santuario dedicado al santo percibiendo un íntimo destello, desconocido hasta entonces, que iba empujándole hacia Dios: «A las puertas de aquella iglesia —dirá más tarde— sentí que mi alma se volvía hacia la fe y que una luz nueva abría mi corazón al amor de Cristo». Pero aún no había resonado con fuerza en él la llamada a una entrega decisiva. Después viajó a Barcelona donde conoció a una cristiana, Teresa, con la que se casó. Ella influyó en su fe, y el año 389 recibió el bautismo de manos del obispo san Delfín.
Hasta ese momento Dios no había ocupado expresamente su corazón; quedaba oscurecido entre otra multitud de intereses. Dos años más tarde, nació el único vástago del matrimonio, Celso, un niño que sobrevivió ocho días. El trágico episodio, lejos de infundir en Paulino la desesperación, lo encaminó a una entrega definitiva a Dios. En su corazón latía la certeza de que ese ser de su carne y de su sangre, que tan raudo había volado al cielo, arrebataría esas gracias que juzgaba convenían a su otrora vida impenitente: «Largo tiempo lo habíamos deseado; pero se apresuró a partir a las moradas celestes. En otro tiempo fui pecador; tal vez esta pequeña gota de mi sangre sea mi luz».
En la misa de Navidad del año 393 los fieles le aclamaron unánimemente: «¡Paulino, sacerdote!», pidiendo al obispo de Barcelona que lo ordenase. Y de común acuerdo con su esposa, ambos determinaron llevar una especie de vida monástica que incluía la perfecta continencia. Era una decisión meditada, orada, pero incomprendida y sorprendente para muchas personas. Ante las murmuraciones de rigor el santo respondía con serenidad, dejando claro a quién sometía su conducta: «Mi afán es librarme de mis pecados… Me basta ser aprobado por Cristo».
Recibió el sacramento del orden el año 394 y vuelto a Italia trabó contacto con san Ambrosio. En este viaje fue acogido con visibles muestras de afecto y gratitud, con excepción de un sector del clero y del mismo pontífice Silicio, quien actuó con él de forma reservada y con cierta desconfianza. Probablemente tuvo en cuenta que fue ordenado sacerdote siendo casado, amén de recaer la elección en el pueblo, hecho inusual que se hallaba fuera de los cánones ordinarios. Su sucesor en el pontificado, san Anastasio, dirigió una carta a los obispos de Campania en la que elogiaba a Paulino. Había quedado conmovido por la virtud de este hijo de patricios que, pudiendo convertirse en una de las grandes figuras del Senado, había dado la espalda a su carrera política para llevar una vida heroica junto a su esposa. Estos fueron los reconocimientos que recibió de antemano por parte de sus santos amigos.
En cierto modo los recelos que había suscitado, de los que no era directo responsable, le confirmaron en su decisión de retirarse a Nola, donde se hallaba la tumba de san Félix, lugar en el que siendo gobernador hizo construir un albergue para los pobres. Allí vivieron austeramente su esposa y él entregados a la oración y la caridad con los pobres. Cultivaban un pequeño trozo de tierra. Él, ceñido con un cilicio de pelos de camello que le obsequió Sulpicio Severo, antiguo condiscípulo suyo y monje en san Martín, se formaba en el estudio de las Sagradas Escrituras. Al hilo de sus meditaciones surgieron escritos, que se conservan, en los que refuta las tesis pelagianas. Son bellísimas cartas en prosa y en verso, fruto de la importante correspondencia que mantuvo con los santos Ambrosio, Jerónimo, Agustín, Sulpicio Severo y Delfín de Burdeos, así como con Alipio.
Parece que al inicio de su llegada a Nola, Paulino contrajo una enfermedad de la que sanó con la mediación de san Félix, en cuyo honor, y como signo de gratitud, erigió una basílica. En la primera década del siglo V falleció Teresa, que había llevado una vida cenobítica en otro lugar colindante, mientras el santo convivía con otros compañeros que se unieron a él. Teresa había prestado asistencia a todos en aspectos domésticos, y fue un estímulo para su vida de perfección. Alrededor de esas fechas, en el año 410, Alarico invadió la región. A la muerte de Pablo, los fieles que admiraban la edificante vida que había llevado el matrimonio, emulando a los catalanes mostraron su anhelo de que Paulino fuese el nuevo obispo de Nola, y él lo aceptó. Más tarde, los godos diezmaron a la población y muchos fueron apresados como esclavos. Entre ellos estaba el único hijo de una viuda. Paulino vendió la cruz episcopal para rescatarlo y se ofreció para ser canjeado por el muchacho. Lo trasladaron a África, y allí sirvió como jardinero.
Un día efectuó un vaticinio que afectaba a la integridad física del rey, y al descubrir que era obispo lo liberaron junto al resto de los prisioneros –a demanda suya, tras ser invitado a manifestar qué deseaba en pago por lo que hizo– proporcionándoles un barco cargado de viandas. A punto de morir acogió misericordiosamente a los que se había visto obligado a excluir del seno de la Iglesia por motivos disciplinares. Murió el 22 de junio del año 431. Los prodigios que obró en vida se multiplicaron tras su muerte.