Publicamos a continuación la catequesis del Santo Padre en la audiencia general:
Queridos hermanos y hermanas,
después de haber reflexionado sobre el valor de la fiesta en la vida de la familia, hoy nos detenemos sobre el elemento complementario, que es el del trabajo. Ambos forman parte del diseño creador de Dios. La fiesta y el trabajo.
El trabajo, se dice comúnmente, es necesario para mantener a la familia, para hacer crecer a los hijos, para asegurar a sus seres queridos una vida digna. De una persona seria, honesta, lo más bonito que se puede decir: “Es un trabajador”, es uno que trabaja, es uno que en la comunidad no vive a costa de los otros. Hay muchos argentinos hoy, que he visto, y diré como decimos nosotros ‘no vive de arriba’. ¿Entendido?
Y de hecho, el trabajo, en sus muchas formas, a partir del de amo de casa, también cuida del bien común. ¿Y dónde se aprende este estilo de vida trabajador?
Antes que nada se aprende en familia. La familia educa al trabajo con el ejemplo de los padres: el papá y la mamá que trabajan por el bien de la familia y de la sociedad.
En el Evangelio, la Sagrada Familia de Nazaret aparece como una familia de trabajadores, y Jesús mismo es llamado “hijo del carpintero” (Mt 13,55) o incluso “el carpintero” (Mc 6,3). Y san Pablo no dejará de advertir a los cristianos: “Quien no quiera trabajar, que no coma” (2 Ts 3,10). Una buena receta para adelgazar. Si no trabajas no comes.
El apóstol se refiere explícitamente al falso espiritualismo de algunos que, de hecho, viven a costa de sus hermanos y hermanas “sin hacer nada” (2 Ts 3,11). El compromiso del trabajo y la vida del espíritu, en la concepción cristiana, no están en contradicción entre ellas. ¡Es importante entender esto! Oración y trabajo pueden y deben estar juntos en armonía, como enseña san Benito. La falta de trabajo daña también el espíritu, como la falta de oración daña también la actividad práctica.
Trabajar –repito, en muchas formas– es propio de la persona humana. Expresa su dignidad de ser creada a imagen de Dios. Por eso, se dice que el trabajo es sagrado. El trabajo es sagrado, y por eso, la gestión de la ocupación es una gran responsabilidad humana y social, que no puede quedar en las manos de unos pocos o descargada sobre un “mercado” divinizado. Causar una pérdida de puestos de trabajo significa causar un grave daño social. Me entristece cuando veo que no hay trabajo, que hay gente sin trabajo, que no encuentra trabajo y que no tiene la dignidad de llevar el pan a casa. Y me alegro mucho cuando veo que los gobernantes hacen tantos esfuerzos y tanto trabajo para encontrar puestos de trabajo y para tratar que todos tengan un trabajo. El trabajo es sagrado, el trabajo da dignidad a una familia. Debemos rezar para que no falte el trabajo en ninguna familia.
Por tanto, también el trabajo, como la fiesta, forma parte del diseño del Dios Creador. En el libro del Génesis, el tema de la tierra como casa-jardín, a cargo del cuidado y el trabajo del hombre (2, 8.15), es anticipado con un pasaje muy conmovedor: “Cuando el Señor Dios hizo la tierra y el cielo, aún no había ningún arbusto del campo sobre la tierra ni había brotado ninguna hierba, porque el Señor Dios no había hecho llover sobre la tierra. Tampoco había ningún hombre para cultivar el suelo, pero un manantial surgía de la tierra y regaba toda la superficie del suelo” (2,4b-6a). No es romanticismo, es revelación de Dios; y nosotros tenemos la responsabilidad de comprenderla y asimilarla hasta el fondo. La Encíclica Laudato Si’, que propone una ecología integral, contiene también este mensaje: la belleza de la tierra y la dignidad del trabajo están hechas para ir juntas. La tierra se hace bella cuando es trabajada por el hombre. Van juntas las dos.
Cuando el trabajo se desvincula de la alianza de Dios con el hombre y la mujer, cuando se separa de sus cualidades espirituales, cuando es rehén de la lógica del beneficio y desprecia los afectos de la vida, la degradación del alma contamina todo: también el aire, el agua, la hierba, la comida… La vida civil se corrompe y el hábitat se estropea. Y las consecuencias golpean sobre todo a los más pobres y a las familias más pobres. La organización moderna del trabajo muestra a veces una peligrosa tendencia a considerar a la familia una carga, un peso, una pasividad, para la productividad del trabajo. Pero preguntémonos: ¿qué productividad? ¿Y para quién? La llamada “ciudad inteligente” es sin duda rica de servicios y de organización; pero, por ejemplo, a menudo es hostil con los niños y los ancianos.
A veces, quien proyecta está interesado en la gestión de fuerza-trabajo individual, para ensamblar y utilizar o descartar según la conveniencia económica. La familia es un gran lugar de prueba. Cuando la organización del trabajo la tiene como rehén, o incluso le obstaculiza el camino, ¡entonces estamos seguros de que la sociedad humana ha comenzado a trabajar contra sí misma! Las familias cristianas reciben de esta coyuntura un gran desafío y una gran misión. Estas ponen en juego los fundamentos de la creación de Dios: la identidad y la unión del hombre y la mujer, la generación de los hijos, el trabajo que hace doméstica la tierra y habitable el mundo. ¡La pérdida de estos fundamentos es algo muy serio, y en la casa común ya hay muchas grietas! La tarea no es fácil. A veces, a las asociaciones de familias les puede parecer que son como David contra Goliat… ¡pero sabemos cómo terminó ese desafío! Se necesitan fe y astucia. Que Dios nos conceda acoger con alegría y esperanza su llamada, en este momento difícil de nuestra historia. La llamada al trabajo para dar dignidad a sí mismo y a la propia familia. Gracias.