Hoy día muchas personas han relegado de su vida virtudes como el pudor y la modestia. En ciertos sectores hasta se desconocen a fuerza de silenciarlas, de ir quedando oscurecidas por otros intereses. Cuando se habla de ellas y se defiende su vigencia moral, que no ha decaído, no es difícil que hasta sean denostadas. Parecen no tener cabida en una existencia que ha obviado el alcance del respeto hacia uno mismo y a los demás. El mal denominado amor, o fútil enamoramiento, es, en realidad, un capricho pasajero, y el uso precipitado que se hace de él lo equipara al que se le da a un vulgar pañuelo de papel, de efímera vida y distraído final en una papelera. Por eso quizá haya quien se sorprenda ante la vida de la virtuosa Alexandrina, aunque murió rebasada la mitad del siglo XX, y de que no dudase en desafiar a la muerte con tal de mantener íntegro el bien más preciado que poseía: su virginidad, asentada, entre otros, en estos grandes pilares: el pudor, la modestia y el respeto a la propia dignidad. En su vida, como en la de María Goretti, se cruzó alguien que andaba al acecho de una víctima propicia para dar rienda suelta a sus bajos instintos.
Nació en Balasar, Oporto, Portugal, el 30 de marzo de 1904. Solo tenía una hermana, Deolinda. Su padre murió al poco de nacer ella, así que fue su madre quien las educó en la fe. A los 7 años se trasladó a Póvoa do Varzim, a la casa de un carpintero, con objeto de poder cursar los primeros estudios. Allí recibió la primera comunión y la confirmación. Pero la tragedia que iba a marcar su vida, y que le abriría las puertas del cielo, tuvo entonces su primer conato. Tenía 12 años y trabajaba en el campo en medio de la rudeza y viles intenciones de hombres sin escrúpulos. Uno de ellos la acosó. Se libró de su violencia con una fuerza superior que la protegió manteniéndola indemne, mientras esgrimía su rosario. Este incidente se saldó con su regreso a Balasar. Se estableció con su madre en la localidad de Calvario, y allí permaneció hasta el fin de sus días.
Hasta ese aciago momento fue una muchacha de fuerte constitución, trabajadora, alegre y capaz. Pero poco después de este brutal percance contrajo una infección que estuvo a punto de llevarla a la tumba. Aunque salvó la vida, su aspecto físico siempre develó las huellas de la enfermedad que quedó impresa en él. Al volver del sanatorio se hizo costurera junto a Deolinda. Y en 1918, mientras ambas hermanas se encontraban en su casa cosiendo junto a otra joven aprendiz, tres individuos asaltaron la habitación. Deolinda y la todavía inexperta costurera huyeron, pero Alexandrina, viéndose cercada, y sin posibilidad de escapar del mismo sujeto que intentó forzarla dos años antes, para preservar su virginidad optó por lanzarse por la ventana que se hallaba a 4 metros del suelo.
Las gravísimas lesiones que se produjo fueron irreversibles, de modo que en 1924, con 20 años, quedó absolutamente incapacitada en su lecho; permaneció durante tres décadas, que se dice pronto, sin poderse mover. En 1928, albergando esperanzas de curación, se ofreció a la Virgen con la promesa de consagrarse como misionera si sanaba. No tardó en comprender que el dolor debía ser su vocación. Y recibió la gracia de aspirar a un mayor sufrimiento y de ser víctima voluntaria por amor a Cristo y para rescate de los pecadores, experimentando un vínculo singular con Jesús Sacramentado a través de María. Ya en su infancia solía quedarse absorta en oración ante el Sagrario, pero su estado de postración no le permitía acudir a él como hacía anteriormente. Un día pensó: «Jesús, tú estás prisionero en el Sagrario y yo en mi lecho por tu voluntad. Nos haremos compañía».
Inició un fecundísimo apostolado, haciendo entrega al Padre de todos sus sufrimientos. «Amar, sufrir, reparar», fue la consigna que recibió de Cristo. Con ella iba escalando el camino de la perfección. Durante los cuatro años que mediaron desde 1938 a 1942 todos los viernes revivía en su cuerpo los estadios de la Pasión. En esos momentos sus miembros paralizados recobraban la movilidad y se contraían en el lecho dejándola presa de inmensos dolores.
En 1934 uno de sus directores espirituales, el salesiano padre Pinho, que la asistió desde ese año hasta 1942, le indicó que redactase sus experiencias místicas; él la inscribió en la Asociación de Salesianos Cooperadores. En 1936 Cristo encomendó a la beata que solicitase al Sumo Pontífice la consagración del mundo al Corazón Inmaculado de María. El padre Pinho se ocupó de solicitarlo reiteradamente hasta 1941. El 31 de octubre de 1942 el papa Pío XII efectuó esta declaración, que renovó en Roma el 8 de diciembre del mismo año. Unos meses antes, en la primavera, Alexandrina había comenzado a nutrirse exclusivamente con la Eucaristía: «No te alimentarás más con comida en la tierra. Tu comida será mi Carne, tu bebida será mi divina Sangre, tu vida será mi Vida. Tú la recibes de Mí cuando uno mi corazón al tuyo. No tengas miedo, ya no serás más crucificada como en el pasado, ahora nuevas pruebas te esperan que serán las más dolorosas. Pero al final Yo te llevaré al cielo y la Santísima Madre te acompañará». En un momento dado, Cristo le hizo saber: «Estás viviendo solo de la Eucaristía porque quiero mostrarle al mundo entero el poder de la Eucaristía y el poder de mi vida en las almas».
Hasta su muerte ni bebió, ni ingirió bocado alguno, todo lo cual fue ratificado por competentes especialistas. El 13 de octubre de 1955 falleció, diciendo: «No lloren por mí, hoy soy inmensamente feliz… por fin me voy al cielo». Antes dictó su epitafio, que incluía este ruego: «…no peques nunca más. No ofendas más a Nuestro amado Señor. Conviértete. No pierdas a Jesús por toda la eternidad. ¡¡Él es tan bueno!!». Juan Pablo II la beatificó el 25 de abril de 2004.