Lucas Antonio Falcone nació en Acri, Cosenza, Italia, el 19 de octubre de 1669. Sus padres, el campesino Francisco Falcone, y Diana Enrico, panadera, le educaron en la fe. Diana era devota de la Virgen de los Dolores y de san Francisco de Asís, lo cual influyó en el pequeño Lucas que creció en un hogar de mínimos recursos, pero amasando una fortaleza que sería su mayor legado. Travieso, como son la mayoría de los niños, hallándose en la iglesia con su madre intentó descolgar la imagen de la Virgen, pero algo percibió en su mirada y desistió. Se hincó de rodillas colocando debajo unos granos de trigo y en un momento dado vio que la imagen resplandecía ante él «ceñida de rayos», hecho que le causó gran conmoción.
En 1689, mientras escuchaba el sermón del capuchino padre Antonio de Olivadi, creyó que tenía vocación para integrarse en su comunidad y fue admitido en ella ese mismo año. Contra el parecer de su madre, y de un tío sacerdote, ingresó en Dipignano. Al no hallar conformidad con la vida que se encontró, regresó con su familia. Pero íntimamente le parecía percibir una voz haciéndole ver que su lugar era otro. Volvió a las puertas del convento de los frailes, solo que en este caso eran las de Acri, confiando en que sería acogido y perdonado, como así fue. Por segunda vez reinició el noviciado en 1689, en esta ocasión en Belvedere. Le atenazaron las dudas, se dejó llevar de pensamientos mundanos, y nuevamente se marchó.
Parecía como si su reticencia para huir atrajese sobre él más gracia divina. A mediados de noviembre de 1690 por tercera vez se planteó la posibilidad de ser capuchino. Según confesó después, fue el diablo bajo una poderosa apariencia física, quien lo transportó permitiéndole atravesar de ese modo una peligrosa corriente; interpretó el hecho como un castigo divino impuesto al maligno que había influido en su voluntad en las dos ocasiones anteriores. Ángel llegó al convento de Belvedere tembloroso, cargado de humildad, pertrechado por su fe y el espíritu de un neófito. Los religiosos volvieron a dar pruebas de bondad y de caridad acogiéndole. Y el beato, decidido a todo por Cristo, en esta ocasión perseveró en la vivencia de las enseñanzas que fue recibiendo, entregado a la oración y a la penitencia. No obstante, tuvo que luchar contra las tentaciones de abandono que pugnaban por abrirse paso dentro de sí con inusitada fuerza. Por algo advierte Cristo que se debe ser fiel en las cosas pequeñas. Los resquicios que dejan las dudas no hacen más que aventar la indecisión. Si se le dan alas una vez, la vida espiritual comienza a derrapar por un peligroso desfiladero porque la debilidad se asienta cómodamente en el interior. En cambio, toda negativa a volver la vista atrás fortalece.
Ángel se había dejado llevar de sus temores en tres ocasiones, y la lucha se le presentaba más enconada. Así que, conocer la vida de fray Corleone, y su combate contra las tendencias humanas, le ayudó muchísimo. Casi desfallecido por la batalla que mantenía contra el envite del maligno, suplicó: «¡Ayúdame, Señor! No resisto más». Y escuchó esta respuesta: «Compórtate como fray Bernardo de Corleone». Entonces, tomó al fraile como modelo y, con la ayuda de su formador Juan de Orsomarso, que le animó en todo momento, profesó en 1691, habiendo encomendado su vocación a María. Lo encaminaron a la vida sacerdotal, cursó estudios teológicos y en 1700 fue ordenado sacerdote en la catedral de Cassano Jonio.
Destinado a predicar, supo llegar al corazón de las pobres gentes, campesinos y pastores en su mayoría, que malvivían trabajando de sol a sol, mientras los beneficios iban a parar a los señores. Les hablaba del amor de Dios con un mensaje sencillo, comprensible, despojado de retóricas y artificios, en conformidad con el espíritu franciscano. Obtuvo muchas conversiones. Fueron treinta y ocho años los que pasó predicando cuaresmas, ejercicios espirituales, misiones populares, etc., por muchas regiones de Italia, pasando por encima de penalidades y contratiempos. No se amilanaba a la hora de defender a los débiles. Denunciaba con pasión los abusos que cometían contra ellos lesionando sus derechos esenciales, y reclamaba a las autoridades civiles y a miembros de la nobleza el trato justo que merecían. Fue un gran confesor y pacificador. En el púlpito no le temblaba el pulso a la hora de condenar la gravedad de la conducta de los pecadores, aunque en el confesionario acogía a los penitentes con misericordia y piedad.
Hizo de su celda un centro de consulta para los que demandaban su consejo, que eran de todas las clases y condiciones sociales: la nobleza y el clero también acudía a él. Dirigió espiritualmente a religiosos y religiosas. Notable fue la atención que tuvo con el VIII príncipe de Bisignano, Giuseppe Leopoldo Sanseverino, siendo autorizado por Benedicto XIII para que residiera en el palacio a efecto de poder confortarle espiritualmente. Contando con la ayuda de Sanseverino, Ángel impulsó la construcción del convento de capuchinas en Acri, donde ingresaría la hija de este noble: sor María Ángela del Crucificado.
El beato aceptó por obediencia las misiones que se le encomendaron: maestro de novicios, guardián, visitador, definidor, ministro provincial y pro-visitador general. Fue un gran humanista y poeta, un excelso religioso agraciado con dones extraordinarios: milagros, profecía, bilocación, dirección y penetración de conciencias, éxtasis y curaciones. Murió en Acri el 30 de octubre de 1739. Fue beatificado por León XII el 18 de diciembre de 1825.