“La familia, la «escuela de Bellas Artes más importante»” es el título de la carta semanal del arzobispo de Madrid, Mons. Carlos Osoro Sierra, quien hace balance del reciente Sínodo de los Obispos dedicado a la familia. A continuación, poblicamos el texto íntegro de la misma:
Deseo compartir con vosotros lo que durante tres semanas he vivido, del 4 al 25 de octubre. Han sido días de gracia junto a obispos venidos de todas las partes de la tierra, llamados a reflexionar con el Papa Francisco en la XIV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre la vocación y misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo. Merece la pena encender la luz que nos ha entregado Jesucristo en medio del mundo, y muy en concreto en medio de las familias, para disipar toda clase de oscuridad, teniendo la seguridad de que se pueden vencer las tinieblas por muy fuertes y cerradas que fueren.
Porque la familia cristiana es la «escuela de Bellas Artes más importante». La familia es la primera escuela de humanidad, es la estructura vital de la sociedad. Así se ha manifestado en todas las épocas y en todas las culturas, es el fundamento de la sociedad. La familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, comunidad de vida y de amor, tiene cuatro cometidos: forma una comunidad de personas, que asumen el compromiso de servir a la vida, que participan en el desarrollo de la sociedad y que asumen con todas las consecuencias la vida y misión de la Iglesia. Como nos recordaba san Juan Pablo II, «la familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia su esposa» (FC 17b).
En la familia aprendemos y se diseña nuestra persona, en la grandeza que Dios ha puesto en nuestra vida y que se ha manifestado con plenitud en Jesucristo. Con gran alegría os puedo decir que los cristianos no podemos encerrarnos por cálculos humanos que nos suelen traer tentaciones que nos echan para atrás, que nos encierran en intereses personales, que nos producen miedos para salir al camino en nombre de una prudencia mal entendida o de realismos que son mentira; acojamos la realidad como es e intentemos acercar esa luz que nos impele a salir, a regresar a donde el Señor nos ha mandado: «id por el mundo y anunciad el Evangelio», marchad y sed testigos del amor de Dios por el hombre. Es así como el mundo creerá.
¡Qué valor tiene descubrir esta escuela de Bellas Artes que es la familia cristiana! Tiene su lugar en la vida escondida y ordinaria, con alegrías y también con penas, donde se va entretejiendo con paciencia, respeto a todos, humildad, servicio y vida de fraternidad; desde y en la memoria que respira la unión de generaciones que nos hacen ir lejos y cerca, en la gratuidad y solidaridad, en el perdón mutuo, en la proximidad del amor concreto de los unos con los otros, de padres e hijos y abuelos; en la responsabilidad de sabernos custodios los unos de los otros, siendo el otro siempre un don aunque marche por caminos diferentes. Ahí la Iglesia doméstica se convierte en casa abierta, acogedora, accesible, que entrega siempre esperanza y curación, que ilumina, que indica metas y que hace percibir el amor misericordioso de Dios.
Os aseguro que estas tres semanas han sido para mí una gracia inmensa de Dios en mi ministerio episcopal, que me ha impulsado a dar con más fuerza la vida. He vivido con mucha fuerza cómo la Iglesia es familia de familias, algo que se visibiliza a través de comunidades concretas como la parroquia: niños, jóvenes, matrimonios, adultos, ancianos, sanos y enfermos, pobres y ricos. Nadie se siente solo, todos se sienten comprendidos y escuchados. La cultura del descarte no tiene sitio. ¡Qué bello es el sueño de Dios! Y lo es porque es un sueño real: el matrimonio y la familia no son una utopía, son una realidad, ya que sin ellos el ser humano estaría abocado a la soledad más grande y angustiosa. Hay una atracción y fascinación de todo ser humano por el amor auténtico, sólido, fecundo, fiel, perpetuo. Siempre me han impresionado aquellas palabras de san Juan Pablo II, y mucho más en estos días vividos en el Sínodo: «El error y el mal deben ser condenados y combatidos constantemente; pero el hombre que cae o se equivoca debe ser comprendido y amado, […] nosotros debemos amar nuestro tiempo y ayudar al hombre de nuestro tiempo» (Discurso a la Acción Católica italiana, 30-XII-1978). Y por eso tenemos que hacer nuestro el compromiso que el Papa Francisco ha querido que asumiese este Sínodo: buscar al ser humano que vive en la familia donde esté, ir al encuentro de la familia en su situación real, acogerla y acompañarla, porque nunca los discípulos de Jesús nos avergonzamos de llamar a quien nos encontremos en el camino, en la situación que fuere, hermano.
Si tuviera que resumir cuáles fueron las experiencias que más huella me han dejado, las que más han calado en mi vida en estos días, os diría con toda verdad que estas cinco:
1) La experiencia eclesial que ha alcanzado lo más profundo de mi vida: una Iglesia en marcha, que camina con los hombres, que se mantiene donde el Señor la puso, en medio del mundo y en todos los caminos y situaciones de los hombres.
2) La experiencia de libertad para poder decir en la familia eclesial lo que vemos de la familia en los diversos lugares del mundo en los que anunciamos el Evangelio, lo que nos preocupa. Y esto dicho sin miedos a ser mal interpretados, con toda verdad, expresando los motivos de nuestra visión, así como el juicio que hacemos sobre los mismos y las actuaciones a las que nos mueven.
3) La experiencia de fraternidad que nos hace experimentar que hemos de ir juntos, que fieles a la naturaleza de la Iglesia, que es madre, tenemos el deber de buscar y curar con la acogida y la misericordia, abriendo puertas, no juzgando, saliendo del propio recinto hacia quienes piden ayuda y apoyo o a quienes, aunque no lo pidan, se los prestamos; defendiendo los valores que son fundamentales, sin olvidar que «el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado» y que «no necesitan médico los sanos, sino los enfermos, no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores».
4) La experiencia de la verdad y la belleza de la familia, como Iglesia doméstica que es comunidad de personas y que crece cada día más en esa comunión que refleja el misterio del amor de la Santísima Trinidad, que sirve a la vida y participa en la misión de la Iglesia.
5) La experiencia viva y fuerte de la acción del Espíritu Santo; caminando juntos con espíritu de colegialidad y sinodalidad como Iglesia, hemos sabido leer la realidad con los ojos de la fe y con el corazón de Dios, descubriendo en el depósito de la fe una fuente viva en la que nos saciamos para iluminar y donde nos hemos dejado conducir por Él.
Con gran afecto, os bendice:
+ Carlos, arzobispo de Madrid