El reconocimiento de las propias debilidades conlleva siempre una cascada de bendiciones. Lacenllotto, que era su nombre de pila, nació en la localidad italiana de Castronuovo di Sant’Andrea, Basilicata, el año 1521. Su infancia y adolescencia discurrió sin mayores contratiempos. Generoso e inclinado a la piedad, gozosamente compartía con otros muchachos de su entorno la fe que había recibido en su hogar a través de sus cristianos padres, Giovanni y Margherita. En ese gesto ya se adivinaban los rasgos de un gran apóstol. También su responsabilidad y madurez, en cuyo desarrollo contribuyó un tío arcipreste. Estas características le hicieron propicio para dejar en sus manos la administración del hogar cuando tenía 16 años.
En la juventud se aferró a la gracia divina para mantenerse indemne ante las tentaciones que le asaltaban. Quería ser sacerdote, y en su ánimo –aunque fuese de forma inconsciente– añadiría el calificativo rotundo, definitorio, de un camino al que se sentía llamado en medio de las turbulencias juveniles: ser sacerdote santo. Ahora bien, aunque ese anhelo alentó su carrera sacerdotal, no se hizo manifiesto en un primer momento, como él mismo manifestó. En 1545 ya ordenado, inició en Nápoles la carrera de derecho. En 1548 realizó provechosamente los ejercicios espirituales que predicó el jesuita Santiago Laínez, pero las expectativas de ciertas glorias y honores efímeros, que fenecen cuando culmina nuestra peregrinación en la tierra, invadían su mente y quedaba atrapado por ellas. Vanagloria, dignidades, ambiciones, fama, etc., eran caldo de cultivo en un ambiente que no propiciaba precisamente la radicalidad evangélica, elemento indispensable y esencial para llegar a la santidad.
Sabemos que todavía no se había propuesto formalmente escalar las cumbres de la perfección en esos años, porque él mismo lo confesó a Hippolita Caracciola en 1595. Además, en 1597 a la condesa de Altavilla le decía que hasta los 27 años había estado devaneando. En síntesis, ante ambas reconoció haber vivido «hinchado de soberbia y ambición, deseando ser superior a todos y a nadie sujeto, lleno de presunción y de vana gloria, porque no conocía la verdadera», «deseando y buscando estas vanas grandezas, riquezas, honores y dignidades». Se sintió arrastrado por tendencias que veía a su alrededor: «Yo creía obrar bien viendo a los demás, tanto eclesiásticos como seglares, buscar estas cosas», «no habiendo encontrado nunca confesor que me reprendiese y me encaminase por el seguro camino de la humildad».
Echaba en falta la necesidad de dirección espiritual, clave para iniciar el camino y sostenerse en él con la gracia de Cristo. Entonces el padre Laínez le instó a meditar en la vida y Pasión de Cristo. Pero ello no doblegó enseguida su ánimo, hasta que siendo un reputado jurista mintió en el fragor de la defensa de una causa que tenía entre manos por recomendación del arzobispado de Nápoles. Una página concreta de las Sagradas Escrituras tuvo en él un efecto taumatúrgico definitivo. Porque esa misma noche, al abrir el texto sagrado, quedó impresionado. El Libro de la Sabiduría sacudió su conciencia con este pasaje: «Os quod mentitur occidit animam (una boca mentirosa da muerte al alma)» (Sap. 1,11). Inundado de amargura, con auténtico espíritu de aflicción por su debilidad, abandonó el ejercicio de la abogacía y tomó el rumbo debido: «Reflexioné sobre mí mismo diciendo: ¿Por ayudar a otros he amenazado a mi alma? Y llorando la falta cometida, resolví dejar mi oficio y hacerme religioso». Por fin había entendido que Cristo ha venido a sanar a los pecadores, y volvió hacia Él sus ojos.
Ya había renunciado a sus bienes, y abandonado su actividad profesional, cuando desde la curia le rogaron que regresara a Nápoles a fin de ocuparse de la delicada tarea de reformar diversos conventos de religiosos y de religiosas. Su celo le atrajo muchos sinsabores, y no segó su vida porque Dios lo impidió, pero en 1556 le asestaron varias cuchilladas y fue conducido a la casa de los padres teatinos donde se restableció sin develar nunca la identidad de su agresor. El beato Juan Marinoni le sugirió que se integrase en esa Orden de Clérigos Regulares. Y el 30 de noviembre de ese año 1556 tomó el hábito y nombre de Andrés, celebración del día, que le evocaba, además, el amor a la Cruz compartido con el santo apóstol. Al profesar dos años más tarde, se propuso «no hacer nunca su propia voluntad, y no dejar pasar ni un solo día sin progresar en la perfección».
Fue admirable en la vivencia de su consagración, y ejemplar en la entrega debida a la misión que le confiaron. Se convirtió en un gran predicador y confesor, maestro de novicios, director espiritual del seminario, profesor de teología y filosofía, visitador y superior de varias casas de la Orden, etc. Instruía con esa sabiduría que brota de dentro del corazón, alimentada por la Eucaristía, la oración y la penitencia. Desarrolló su ministerio siendo fiel a la vivencia de su regla de la que fue estricto observante, fidelidad que infundió a los religiosos. Humildemente declinó convertirse en obispo, dignidad que quisieron para él los pontífices. Fue caritativo con todos, desviviéndose por los necesitados, como se constató especialmente durante la peste que asoló Milán en 1576.
Le sobrevino la muerte el 10 de noviembre de 1608 cuando se hallaba a punto de oficiar la santa misa. Después, su cuerpo fue expoliado por la gente que acudió en masa a venerarle. De sus heridas manó sangre fresca dos días más tarde, prodigio que se repitió durante años en el aniversario de su muerte. Fue beatificado por Urbano VIII el 14 de octubre de 1624, y canonizado por Clemente XI el 22 de mayo de 1712.