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Saltar de alegría

IV Domingo de Adviento

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Miqueas 5, 1-4: “De ti saldrá el jefe de Israel”
Salmo 79: “Señor, muéstranos tu favor y sálvanos”
Hebreos 10, 5-10: “Aquí estoy, Dios mío, para hacer tu voluntad”
San Lucas 1, 39-45: “Dichosa tú, que has creído”

¿Cómo podríamos saber los sentimientos de María cuando ya se acerca la Navidad? San Lucas sale a nuestro encuentro y nos presenta esta escena tierna y simbólica de dos mujeres embarazadas: una anciana que en su seno lleva toda la ilusión de una vida marcada por la esterilidad pero que ahora ha florecido; y la otra, una jovencita que no acaba de salir de su asombro al saberse madre del Salvador. Aunque es muy pequeño el relato, está lleno de entusiasmo, bendiciones, prisas y saludos. Las dos mujeres, conforme a la narración de San Lucas, ya tendrían un velado conocimiento de que los frutos de sus vientres tendrán una misión importante, pero llena de dolor y sufrimiento. Sin embargo, la vida que va empezando en su seno las transforma y las llena de fortaleza. No teme Isabel los peligros que comporta un embarazo en la ancianidad. No teme María las dificultades que afrontará en su primer y único alumbramiento. ¡Cómo nos enseñan estas dos sencillas mujeres el verdadero valor de la vida! Están dispuestas a defender la vida a pesar de los graves problemas que les acarreará. Sería la primera y gran enseñanza: defender la vida. Defender la vida que empieza silenciosa y callada en el vientre de una madre, pero también la vida que agoniza en el olvido y el dolor de un anciano. Defender siempre y en toda ocasión la vida. Protegerla, cuidarla, hacerla florecer. Es el destino del verdadero creyente. Defender la naturaleza, la vida desprotegida, la vida en peligro.

María es modelo de disposición, valentía y servicio. Cuando se lleva vida en el interior, se tiene prisa por transmitirla a quienes más la necesitan. Isabel, su parienta, necesita ayuda y apoyo como toda mujer que ya está a punto de dar a luz y mucho más cuando se corren los riesgos de un parto en la ancianidad. La visita de María no es de cortesía o para su propio descanso. Se trata de llevar vida, buena noticia y servicio. Cuando tenemos a Cristo en nuestro corazón no es posible ocultarlo. Necesitamos darlo a conocer a los demás y la mejor manera de hacerlo es al estilo de María: llevando Buena Nueva, transmitiendo vida y sirviendo. María muestra así su grandeza de mujer y de creyente. Es la dignidad de una mujer que se siente contenta consigo misma y que está realizando la vocación para la que ha sido llamada. Mujer y discípula, entiende que la verdadera alegría es dar y compartir. A veces la vida nos parece estúpida, inútil para nosotros y para los demás. Nos encerramos por dentro para defendernos, para estar seguros en nuestras cosas y con aquellos que amamos. Pero el verdadero discípulo sabe ponerse en camino, abandonar sus seguridades y ofrecerse en servicio a los demás. Sabe tener las puertas abiertas: las del corazón y las de la casa. Entonces encontramos la verdadera libertad que salva, que hace crecer, que sirve y fortalece a los hermanos. La alegría mesiánica, propia de la Navidad, se tiene que convertir, como en el caso de María, en servicio y disponibilidad fraterna. Tenemos que “visitar” a los demás.

La verdadera alegría es encontrarse con Jesús. El Mesías largamente esperado ahora está cercano a Isabel y hace que el pequeño Juan ya goce y disfrute de su presencia. Dos grandes profetas que se encuentran aún en el seno de sus madres, ya dan muestras de la verdadera felicidad y la verdadera salvación. El último de los profetas se alegra y salta de gozo aunque en su vida sufrirá las exigencias que tiene todo amor y todo don. Jesús, el profeta por excelencia, ha venido para darnos su alegría, para enseñarnos que aun en el dolor, aceptado y vivido por amor y con amor, puede nacer la alegría. Él se pone en el inicio y en el final de nuestro camino como el gozo verdadero y perfecto, que ninguno nos podrá quitar. Son los últimos días de Adviento y es necesario que nos detengamos en silencio a captar esta presencia de Cristo. Es una invitación a comprender que los acontecimientos de cada día son gestos que Dios nos dirige, signos de su misericordia para cada uno de nosotros. Si sentimos su presencia daremos sentido a nuestra vida y entonces también podremos “saltar de alegría”. Si no, todos nuestros saltos, nuestros gritos y nuestras vueltas no tendrán ningún sentido.

Entre las bendiciones que Isabel pronuncia a favor de María resalta la alabanza a su fe. No era fácil creer en aquellos tiempos. La situación económica y política, los problemas religiosos, llevaban a tener una fe débil y quizás más en las circunstancias que vivía María. Sin embargo, acepta la propuesta del Señor y se confía plenamente en las manos del Señor. Como María, las personas humildes que han experimentado el amor de Dios, son las que tienen la capacidad de darle todo el crédito y de dejarse conducir aun en la oscuridad y en el silencio. Las pruebas y las dificultades de que está tejida nuestra existencia no destruyen la fuerza y el valor del creyente porque Dios es fiel en su promesa de salvación para aquellos que ama. El misterio de la Encarnación que estamos ya próximos a celebrar y estamos esperando, es una llamada fuerte a aumentar nuestra fe y una confirmación del amor de Dios por la humanidad.

Pocos días antes de la Navidad nos preguntamos: ¿somos capaces de salir al encuentro de los demás para servirlos, alegrarlos y llevarles vida? ¿Vivimos estos días de Navidad en una verdadera alegría que se traduce en compromiso, amor y encuentro con los hermanos? ¿Qué espera Jesús de ti en esta Navidad?

Derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros, que hemos conocido por el anuncio del Ángel la Encarnación de tu Hijo, para que lleguemos, por su Pasión y su Cruz, a la Gloria de la Resurrección”. Amén.

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Enrique Díaz Díaz

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