En el primer día del 2016, el santo padre Francisco abrió la Puerta de la Misericordia de la basílica de 'Santa María Maggiore', donde celebró la santa misa, invocó a la Virgen María Madre de la Misericordia y destacó la fuerza del perdón.
Fue la quinta Puerta Santa que abre Francisco, esta vez en la festividad de María Madre de Dios, en la basílica en la que San Ignacio de Loyola celebró su primera misa, allí donde se dirigió al inicio de su pontificado para dedicárselo a 'María Salus Populi Romano', y lugar en el que estuvo presente antes y después de cada viaje apostólico.
La primera Puerta Santa, anticipando el Año de la Misericordia, fue a finales de noviembre en la catedral de Bangui, capital de la República Centroafricana. Le siguió el 8 de diciembre, la apertura en la basílica de San Pedro, con motivo del inicio del Jubileo; llegó después el momento de la catedral de Roma, San Juan de Letrán, el 13 de diciembre; dejando al acipreste de San Pablo Fuera los Muros, el honor de abrir dicha basílica pontificia; y el 18 de diciembre el Santo Padre abrió simbólicamente una Puerta Santa en un centro de acogida de la Caritas diocesana de Roma.
El papa Francisco inició este viernes su homilía citando el saludo «Dios te salve María, Madre de misericordia» palabras en las que indicó, está sintetizada la fe de generaciones de personas, que mirando hacia la imagen de María piden su intercesión y consolación.
Francisco resaltó que esta Puerta Santa es “una puerta de la Misericordia” porque “quien atraviesa ese umbral está llamado a sumergirse en el amor misericordioso del Padre, con plena confianza y sin miedo alguno; y puede recomenzar desde esta Basílica con la certeza de que tendrá a su lado la compañía de María”.
Recordó que la palabra 'perdón', tan incomprendida por la mentalidad mundana indica el fruto propio de la fe cristiana, asegurando que «quien no sabe perdonar no conoció aún la plenitud del amor». Añadió que a los pies de la cruz María se vuelve madre del perdón, y que el Espíritu Santo transformó a los apóstoles en instrumentos eficaces del perdón.
Texto completo de la homilía:
«Salve, Mater misericordiae». Con este saludo nos dirigimos a la Virgen María en la Basílica romana dedicada a ella con el título de Madre de Dios. Es el comienzo de un antiguo himno, que cantaremos al final de esta santa Eucaristía, de un autor desconocido y que ha llegado hasta nosotros como una oración que brota espontáneamente del corazón de los creyentes: «Dios te salve, Madre de misericordia, Madre de Dios y Madre del perdón, Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría». En estas pocas palabras se sintetiza la fe de generaciones de personas que, con sus ojos fijos en el icono de la Virgen, piden su intercesión y su consuelo.
Hoy más que nunca resulta muy apropiado que invoquemos a la Virgen María, sobre todo como Madre de la Misericordia. La Puerta Santa que hemos abierto es de hecho una puerta de la Misericordia.
Quien atraviesa ese umbral está llamado a sumergirse en el amor misericordioso del Padre, con plena confianza y sin miedo alguno; y puede recomenzar desde esta Basílica con la certeza de que tendrá a su lado la compañía de María. Ella es Madre de la misericordia, porque ha engendrado en su seno el Rostro mismo de la misericordia divina, Jesús, el Emmanuel, el Esperado de todos los pueblos, el «Príncipe de la Paz» (Is 9,5).
El Hijo de Dios, que se hizo carne para nuestra salvación, nos ha dado a su Madre, que se hace peregrina con nosotros para no dejarnos nunca solos en el camino de nuestra vida, sobre todo en los momentos de incertidumbre y de dolor.
María es Madre de Dios que perdona, que da el perdón, y por eso podemos decir que es Madre del perdón. Esta palabra 'perdón', tan poco comprendida por la mentalidad mundana, indica sin embargo el fruto propio y original de la fe cristiana. El que no sabe perdonar no ha conocido todavía la plenitud del amor.
Y sólo quien ama de verdad es capaz de llegar a perdonar, olvidando la ofensa recibida. A los pies de la cruz, María vio a su Hijo ofrecerse totalmente a sí mismo y así dar testimonio de lo que significa amar como Dios ama. En aquel momento escuchó a Jesús pronunciar palabras que probablemente nacían de lo que ella misma le había enseñado desde niño: 'Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen'. En aquel momento, María se convirtió para todos nosotros en Madre del perdón. Ella misma, siguiendo el ejemplo de Jesús y con su gracia, fue capaz de perdonar a los que estaban matando a su Hijo inocente.
Para nosotros, María se convierte en un símbolo de cómo la Iglesia debe extender el perdón a cuantos lo piden. La Madre del perdón enseña a la Iglesia que el perdón ofrecido en el Gólgota no conoce límites. No lo puede detener la ley con sus argucias, ni la sabiduría de este mundo con sus precisaciones.
El perdón de la Iglesia debe tener la misma amplitud que el de Jesús en la Cruz, y el de María a sus pies. No hay alternativa. Y por eso el Espíritu Santo ha hecho que los Apóstoles sean instrumentos eficaces de perdón, para que todo lo que nos ha conseguido la muerte de Jesús pueda llegar a todos los hombres, en cualquier momento y lugar.
El himno mariano, por último, continúa diciendo: «Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría». La esperanza, la gracia y la santa alegría son hermanas: todas son don de Cristo, es más, son otros nombres suyos, escritos, por así decir, en su carne. El regalo que María nos hace al darnos a Jesucristo es el del perdón que renueva la vida, que le permite cumplir de nuevo la voluntad de Dios, y que la llena de auténtica felicidad.
Esta gracia abre el corazón para mirar el futuro con la alegría de quien espera. Es la enseñanza que proviene del Salmo: 'Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. Devuélveme la alegría de tu salvación'. La fuerza del perdón es el auténtico antídoto contra la tristeza provocada por el rencor y por la venganza. El perdón nos abre a la alegría y a la serenidad porque libera el alma de los pensamientos de muerte, mientras el rencor y la venganza perturban la mente y desgarran el corazón quitándole el reposo y la paz.
Atravesemos, por tanto, la Puerta Santa de la Misericordia con la certeza de que la Virgen Madre nos acompaña, la Santa Madre de Dios, que intercede por nosotros. Dejémonos acompañar por ella para descubrir nuevamente la belleza del encuentro con su Hijo Jesús. Abramos de par en par nuestro corazón a la alegría del perdón, conscientes de ver restituida la esperanza cierta, para hacer de nuestra existencia cotidiana un humilde instrumento del amor de Dios.
Y con amor de hijos aclamémosla con las mismas palabras pronunciadas por el pueblo de Éfeso, en tiempos del histórico Concilio: «Santa Madre de Dios».