Hay un rasgo en la vida de este mártir que recuerda al inocente san Tarsicio quien, según la tradición, derramó su sangre en el siglo III de nuestra era abrazado al Cuerpo de Cristo, custodiado tan férreamente, que los paganos no lograron separar sus manos del lienzo en el que lo protegía, ni siquiera cuando ya había expirado. Impedir la profanación de la Eucaristía fue la gran preocupación de Jesús cuando se vio acosado por quienes iban a abrirle la puerta de la gloria.
Vino al mundo en Tarímbaro, Michoacán, México, el 10 de junio de 1880 en el seno de una humilde familia que supo transmitirle su piedad y hacer de él un muchacho sensible y dispuesto siempre a volcarse en los demás. Creció habituado a rezar el rosario y a buscar el bien del prójimo. Tenía 14 años cuando ingresó en el seminario y tuvo que compaginar su formación con el trabajo para contribuir al sostenimiento del hogar. De todas formas, sus bondadosos padres eran tan estimados por el vecindario, que muchos generosamente se prestaban a paliar sus carencias con lo que estaba a su mano. Tenía tres hermanas y un hermano que le siguieron junto a su madre en su misión sacerdotal, cuando en 1906 partió a su primer destino en Huetamo, Michoacán. Problemas de salud, de índole nerviosa, aconsejaron su traslado a Pedernales en 1907, pero en los seis años que permaneció en esta parroquia la enfermedad afloró, de modo que fue enviado a Valtierrilla, Guanajuato, parroquia perteneciente a la Arquidiócesis de Morelia.
Los feligreses pudieron constatar que actuaba movido por la oración y un profundo amor a la Eucaristía ya que era palpable cuando oficiaba la misa así como en otras acciones que emprendió encaminadas a suscitar en todos ellos ese amor que inflamaba su corazón. Fue un gran confesor y catequista. En medio de su quehacer siempre encontraba tiempo para visitar a los que menos tenían, consolarles y asistirles en todo lo que podía. El mundo del trabajo tampoco se le resistió ya que fuera en el campo o en industrias diversas los labradores y operarios hallaban en él palabras de aliento; era un referente para todos. Puso en marcha diversas obras de acción social, una caja de ahorros y una cooperativa. Además, aprovechó sus conocimientos musicales para impulsar un coro parroquial. Se ha subrayado la servicialidad, rasgo distintivo de su acción pastoral, diciendo que «supo hacerse todo a todos».
El devenir cotidiano seguía su curso sin mayores contratiempos, aunque en el ambiente eclesial latía una gran preocupación por las presiones ejercidas por las fuerzas gubernamentales, hostiles a la fe. En un momento dado, Jesús fue directamente afectado por la persecución. No se echó atrás y, como una de las notas comunes a todos los mártires es su celo apostólico, fidelidad absoluta a su vocación y una valentía que los encumbra ante los ojos de los demás humanos, como si estuvieran hechos de una pasta especial, prosiguió realizando su misión. Modificó sus horarios y el alba le sorprendía oficiando la misa y administrando los sacramentos. No varió la atención a sus fieles y los enfermos no percibieron el cerco que se había cernido sobre él porque seguía asistiéndoles. La valerosidad de los clérigos era compartida por numerosos católicos que no estaban dispuestos a que pisotearan la fe, y se alzaron contra los políticos. A estos «cristeros» perseguían los federales cuando dieron con Jesús. Convecinos, que no eran leales precisamente, les delataron en febrero de 1928 y fueron apresados y acusados de traición. Enfurecidos los militares destruyeron todo lo que encontraron a su paso por Valtierrilla.
Cuando le tocó el turno a Jesús, su única prioridad fue proteger la Sagrada Eucaristía. Si lo comparamos con san Tarsicio en esos umbrales de su martirio, los verdugos aún tuvieron una deferencia por el padre Méndez que al santo adolescente se le vetó. Porque al ver que no tenía salida, logró una brevísima moratoria de quienes le iban a dar muerte para poder consumir las Sagradas Formas. El momento dramático tuvo ese punto sublime que dan los santos a estos preámbulos de su ingreso en la gloria. Primeramente, Jesús había ocultado bajo sus prendas el copón, pero juzgando que aún así peligraba, se lanzó por la ventana de una notaria donde había oficiado misa, de modo que quedó a la vista de los soldados que oteaban la calle desde el campanario de la iglesia, y pensando que era otro de los cristeros, le detuvieron. Lo demás sucedió con inusitada rapidez. Al ver el tesoro que custodiaba en su pecho, que oprimía con fuerza con sus brazos, quedó al descubierto su condición sacerdotal que, por supuesto, no negó firmando su sentencia de muerte. Sin que le temblara la voz, les dijo: «A ustedes no les sirven las hostias consagradas, dénmelas». Le concedieron unos instantes para orar y consumir parte de la Eucaristía, tras lo cual afrontó el instante supremo: «Ahora, hagan de mí lo que quieran. Estoy dispuesto».
Los violentos, cegados al mínimo rasgo de humanidad, decidieron el destino del copón: «Deles esa joya a las viejas», aludiendo a la hermana del santo y una vecina que se encontraban allí y que lo recibieron de sus manos al tiempo que acogían su última petición: «Cuídenlo y déjenme. Es la voluntad de Dios». Después, perdonando a los soldados, en un callejón cercano depositaba a los pies del Padre Celestial vida y, con ella, incontables sueños. La inicial falta de destreza del capitán hizo más penosos esos instantes. Falló éste el tiro y los soldados no quisieron asesinarle, de modo que aunque le encañonaron, los disparos silbaron por encima de su cabeza. Y fue el cabecilla quien le disparó el 5 de febrero de 1928, después de arrebatarle sus prendas, crucifijo y medalla. Juan Pablo II lo beatificó el 22 de noviembre de 1992, y también lo canonizó el 21 de mayo del 2000.