(ZENIT – México).- Corría los últimos días del mes de octubre de 2015 cuando una de las jóvenes celebrities más conocidas de Instagram, la australiana Essena O´Neill, salió del closet: detrás de cada una de sus fotografías se escondía una historia de engaño y adicción: “Me he hecho más de 50 fotografías hasta que he conseguido una que quizá os guste, después he tardado años en editar este selfie con un montón de apps sólo para sentirme socialmente aceptada por ti», reveló en una de sus fotos tras su salida del closet. Esa no era su vida real y por tanto anunciaba su decisión de abandonar la famosa red de fotografías y su cuenta de YouTube, a pesar de que muchas fotos le dejaban entre 365 y 1,300 euros. Las marcas la buscaban para que se retratara “naturalmente” con sus productos y ella publicaba esas imágenes para sus más de 700 mil seguidores: ¨Para ser realistas, he pasado la mayor parte de mi vida siendo adicta a las redes sociales, la aprobación social, el estatus social y mi apariencia física. Estaba consumida por ello. ¿Cómo podemos darnos cuenta de nuestros propios talentos si no dejamos de fijarnos en los demás?”, escribió en uno de sus últimos post.
El caso de Essena, sin embargo, no resulta un fenómeno aislado sino un reflejo de la realidad cotidiana de miles de adolescentes que en Instagram, Snapchat o Facebook publican la mayor parte de una supuesta vida auténtica que muy pocas veces coincide con la que de verdad les toca vivir. La masificación de la publicación de todo lo que se hace ha implicado de hecho una renuncia a la propia privacidad que roza con el exhibicionismo. El fenómeno llega a rayar en la conducta patológica desde el momento en que la persona se vuelve adicta al estímulo que brindan las reacciones posibles en las distintas redes sociales (“me gusta”, comentarios, re-envíos, visualizaciones, etc.). Se pasa así de un “comprensible” postureo propio de la edad a un estilo de vida abocado a hacer creer que las personas están interesadas por quien publica y el tenor de publicaciones realizadas. De este modo se va construyendo una personalidad basada en la imagen que cada uno alimenta, construye y proyecta de sí mismo (gracias a las alteraciones de imagen que las mismas aplicaciones facilitan).
El fenómeno del postureo exhibicionista, sin embargo, supera ya las edades núbiles y extiende su radio comprensivo a personas en etapas superiores de la vida que van por ella como creyendo que todo lo que se vive se debe publicar (con el interés oculto de una caricia digital convertida en “me gusta” o el ansiado momento de tres minutos de relevancia adictiva que siempre busca más). ¿No hay en el fondo de todo esto un anhelo humano de ser valorados, resultar importantes para alguien? La búsqueda del aprecio es un deseo arraigado en el corazón del hombre. Esa valoración comienza en el propio corazón: ¿de qué sirve sacar decenas de fotos hasta lograr la mejor técnicamente posible si no coincide con la identidad y manera habitual de ser de la persona que hizo el esfuerzo por aparecer estéticamente mejor? A fin de cuentas los seres humanos no se enamoran sólo de imágenes sino también de gestos, palabras, modos de ser y comportarse. Y eso no lo logra ni la cuenta con más seguidores del mundo. ¿No será todo esto una ocasión de reflexión para que las poses pasen de lo artificial a lo natural y por tanto auténtico? ¿O será que hay quien de verdad cree que es posible vivir una vida humana basada en frías reacciones digitales y ningún “me gusta” que supere los límites de los social network?
Hay quien ha descubierto que se puede ir por la vida sin publicar todo lo que se vive. Y los hay también que han descubierto que la vida es eso que pasa mientras se mira el smartphone.