(ZENIT – Madrid).- Nació el 16 de mayo (también se señala el 17) de 1540 en la vigilia de Pentecostés, de ahí su nombre de Pascual, en la localidad de Torrehermosa, Zaragoza, España. Fue el segundo de seis hijos. Sus padres Martín e Isabel eran humildes agricultores y no pudieron costearle estudios. Por eso a los 7 años comenzó a trabajar como pastor, oficio que mantuvo hasta los 24. Pero era listo; fue autodidacta y aprendió a leer juntando las letras. Era alegre, parco en palabras, respetuoso, sincero, humilde y generoso, entre otras virtudes que ya se destacaron durante su infancia. Con cierta timidez en algunos momentos, como todos los niños hizo sus travesuras, aunque la que se recuerda está relacionada con el ideal religioso al que se abrazaría. En el transcurso de una visita a un primo que se hallaba enfermo y que vestía de ordinario un hábito, no se le ocurrió otra cosa que ponérselo. No era la primera vez que le había llamado la atención añorando tener uno igual, así que vio la oportunidad y la aprovechó. Mucho costó a los suyos que se desprendiera de él, pero cuando lo hizo advirtió que de mayor sería fraile. Como tantas personas también tenía tendencias que sin ser inmorales podrían haberle impedido alcanzar la perfección, pero las fue transformando progresivamente.
Era de complexión robusta y desde niño se sintió atraído por las penitencias. No existían para él «mentiras piadosas», supo elegir el mejor bocado para los demás, nunca se avergonzó de su humilde sayal, que prefería remendado a que fuese nuevo, no tuvo nada para sí, y buscó cumplir siempre la voluntad de Dios antes que la suya. No puede juzgarse como pueril su gran sentido de la justicia, sino fruto de su sensibilidad espiritual. Así cuando las ovejas pastaban en un campo ajeno, con su corto salario abonaba al dueño lo que hubieran podido esquilmarle. El amo del ganado que pastoreó en Alconchel le tomó gran afecto. Incluso pensó hacerle su heredero, pero Pascual había decidido ser fraile a toda costa y renunció a los bienes.
Uno de sus amigos con los que compartía el mismo oficio era Juan de Aparicio. Ambos unían sus oraciones para elevarlas al Santísimo y a la Virgen entonando cánticos mientras Pascual tocaba el rabel que él mismo había fabricado. Bien cumplidos sus 18 años trabajó en Monforte del Cid y Elche (ambas localidades de Alicante), donde conoció a los franciscanos alcantarinos. Fue la primera vez que tuvo cerca la vida religiosa. Pero siguió cuidando las ovejas. Se detenía con el rebaño en un lugar donde pudiera vislumbrar el campanario de alguna iglesia. Así lo hizo con la ermita de Nuestra Señora de la Sierra en Alconchel, y la de Nuestra Señora de Loreto en Orito, a cuyo dintel solía ir de noche a orar esperando el clarear del día para asistir a la misa. El propietario del ganado que cuidaba sabía bien lo que significaba para él poder participar en ella entre semana. Porque lo peculiar de Pascual desde temprana edad fue su extraordinario amor por la Eucaristía. Incluso hallándose en el campo adoraba al Santísimo.
En una ocasión, en el instante de la consagración anunciada por el alegre repique de campanas, los pastores que trabajaban cerca de él le escucharon decir: «¡Ahí viene!, ¡allí está!», mientras se hincaba de rodillas. Le había sido concedido la gracia de ver el Cuerpo de Cristo. Muchos hechos extraordinarios le acontecían. No le agradaba estar en la palestra, y sin embargo, instado por una fuerza interior no podía evitar ciertas manifestaciones externas de su gozo que, por ser inusuales, llamaban la atención de quienes las veían. Además, los favores sobrenaturales que recibía eran visibles para otros.
A los 24 años pidió ingreso en el convento de los Frailes Menores de Orito, Valencia, aunque le desviaron a Elche donde se hallaba la persona que debía acogerle. Profesó en 1564 y fue trasladado a Orito donde fue limosnero. Después estuvo destinado en Villarreal, Jumilla, Almansa, Valencia, entre otras. Por cualquiera de las localidades que atravesaba siempre halló un momento para visitar al Santísimo. Le encomendaron diversos menesteres; fue portero, cocinero, mandadero y barrendero. Dormía acurrucado contra la pared y le agradaba sentarse en cuclillas. Las dificultades que se presentaban en la convivencia las solventaba con buen sentido del humor y caridad.
Nunca perdía el tiempo. Al igual que había llenado las horas mientras ejercía el pastoreo con oraciones, composiciones para María, la confección de rosarios o de algún instrumento musical, en los pequeños instantes de asueto que surgían en la vida conventual se le podía ver rezando y adorando la Eucaristía con los brazos en cruz. Buscaba el modo de ayudar a los sacerdotes en misa para estar más cerca del Santísimo, al que dedicó hermosísimas oraciones, y proseguía su adoración entrada la noche, llegando a la capilla antes que el resto de la comunidad.
Tuvo que ir a París a entregar una carta al general de la Orden, padre Cristóbal de Cheffontaines, y en el trayecto defendió con bravura la fe en la Eucaristía frente a los calvinistas que le salieron al paso, y que le atacaron. Apenas sabía leer y escribir, pero cuando se trataba de hablar de la presencia de Cristo en la Eucaristía, no había quien le ganara. Era capaz de penetrar con hondura, agudeza y juicio cierto en cuestiones de índole teológica. Falleció en Villarreal, Castellón, el 17 de mayo de 1592, Domingo de Pentecostés, escuchando el tañido de la campana que avisaba de la elevación de la Eucaristía en la Santa Misa. Al confirmarlo, musitó: «¡Ah que hermoso momento!», y a renglón seguido entregó su alma a Dios. Durante el funeral el ataúd estaba abierto, y mientras el oficiante realizaba la doble elevación abrió y cerró sus ojos en dos ocasiones. Se le han atribuido numerosos milagros en vida y después de muerto. Pablo V lo beatificó el 29 de octubre de 1618. Y Alejandro VIII lo canonizó el 16 de octubre de 1690. León XIII lo declaró patrono de las asociaciones y congresos eucarísticos.
San Pascual Bailón (Wiki commons - Albertoteles007)
San Pascual Bailón – 17 de mayo
«Patrono de los congresos eucarísticos, vivió enamorado de la Eucaristía. Recibió favores sobrenaturales que fueron visibles para otros. No podía evitar ciertas manifestaciones externas de su gozo espiritual que causaban sorpresa»