(ZENIT – Cracovia).- Se entra en Auschwitz con la cabeza alta, bajo la inscripción Arbeit macht frei (el trabajo os hará libres), pensando que en el fondo te espera una experiencia culturalmente interesante que añade un elemento histórico al propio conocimiento. Pero, se sale con la cabeza baja, con un nudo en la garganta, con dificultad para creer que lo que ahora es un cúmulo de piedras, polvo y construcciones de ladrillo fue un abismo que se tragó la vida de un millón y medio de personas.
La sensación se ve en los rostros conmovidos de más de 200 mil jóvenes que en estos días de la JMJ pasan por el campo de exterminio nazi. Por exigencias del cuidado, la visita al campo en estos días se ha limitado al exterior de los edificios históricos. Por ello, no es posible visitar los enormes pabellones en los que eran hacinadas incluso 100 personas, 3 o 4 por cama, todos con una sola estufa, en el frío, con hambre y en la oscuridad.
También están cerrados al público los bloques, como el número 21 que lleva la inscripción Haftl- Krankenbau. Chirurgiche, el lugar en el que el “ángel de la muerte”, el tristemente famoso doctor Mengele, realizaba sus horribles experimentos en mujeres embarazadas y niños, sobre todo gemelos. Cerrado también el acceso al bloque 11, donde murió san Maximiliano Kolbe, “el franciscano polaco que murió voluntariamente para salvar la vida de otro prisionero” como se lee en un letrero fuera del edificio.
Sin embargo, hay placas, fotografías, serigrafías, expuestas a lo largo del recorrido junto a pequeñas inscripciones que cuentan el horror allí vivido. Y está el alambre de espinas que rodea todo el campo y recuerda la dimensión de opresión que vivían esas personas, ilusas de falsas promesas de libertad. Caminando se pueden ver pequeños detalles, como una rosa que descansa en el panel que representa los rostros de los 19 prisioneros polacos ahorcados públicamente en la llamada “plaza del llamamiento”. Un lugar ahora cubierto de verde, pero en el pasado manchado de sangre de los prisioneros castigados con el fusilamiento.
De todo esto solo quedan escombros: de los hornos crematorios hay solo un esqueleto de la estructura y las cenizas de las víctimas se conservan en una urna o bajo lápidas de mármol.
Impresiona de forma particular el Crematorium IV, el único horno que saltó por los aires gracias a los judíos del Sonderkommando, una sección especial destinada a vaciar las cámaras de los cuerpos gaseados. El 7 de octubre de 1944, en una impetuosidad de valentía, los prisioneros organizaron la única revuelta armada que Birkenau recuerda, prendiendo fuego a la estructura y haciéndola explotar. Por esta acción, fueron asesinados 450 de ellos.
Cada una de las piedras de este campo, que si no fuera por el alambre de espinas parecería una vieja fábrica como tantas otras en Polonia, esconde historias de vidas brutalmente arrebatadas. Todas ellas son contadas en el museo, etapa final de visita, donde actualmente en la fachada se ve un imagen del papa Francisco sonriente. La única sonrisa que se encuentra a lo largo de los 8 km.
Aquí ha estado esta mañana el Santo Padre y ha tenido ocasión de saludar a 25 «Justos entre las naciones», personas que sin ser judías pusieron en riesgo su vida por salvarles de la persecución. Entre ellos estaba sor Janina Kierstan, superiora de las Hermanas Franciscanas de la Familia, la orden que salvó a más de 500 pequeños judíos gracias a la obra de la entonces provincial sor Matylda Getter, definida por eso como la “madre” de los niños del gueto de Varsovia.
Mientras el Papa rezaba ante las lápidas con inscripciones en las distintas lenguas de las víctimas de este lugar, el rabino jefe de Polonia cantaba en hebreo el salmo 130. Después lo ha leído en polaco don Stanisław Ruszała, pastor de la parroquia de Markowa, provincia de la actual región de Podkarpackie. En ese pueblo vivía la familia Ulma: Józef y Wiktoria y sus siete hijos, contando el último que la mujer llevaba en su vientre. Todos ellos fueron exterminados por nazis con la “culpa” de haber salvado judíos. En la casa de los Ulma, a pesar de la extrema pobreza y los riesgos, habían refugiado a 8 judíos de las casas vecinas. Les denunció un tal Włodzimierz Leś, oficial de la marina de Łańcut. Al amanecer del 24 de marzo de 1944, cinco gendarmes alemanes y varios policías llegaron frente a la casa de los Ulma, guiados por el teniente Eilert Dieken. Primero dispararon a los judíos y después a Józef y Wiktoria, que en el momento de la ejecución iba a dar a luz. Poco después, Dieken decidió exterminar también a los hijos de la pareja. En pocos minutos, 17 personas perdieron la vida. En 1995, los Ulma fueron reconocidos como “Justos” y en el 2003 se inició el proceso para la causa de beatificación en la diócesis de Przemyśl, todavía en proceso en el Vaticano.
Una historia de sacrificio como la de Maximiliano Kolbe, el franciscano que dio su vida por la de un padre de familia. En el día en el que se cumplen 75 años de su condena, el Santo Padre ha rezado en la celda en la que le dejaron morir de hambre.
Entre los supervivientes que hoy han saludado y abrazado al papa Francisco, estaba Helena Dunicz Niwinska, de 101 años y que durante esta JMJ ha puesto a disposición su casa para alojar peregrinos. Marcada con el número 64118, Helena, ex violinista, fue deportada en el año 1944 junto a su madre, que murió dos meses después. En el campo fue miembro de la orquesta, experiencia que cuenta en su libro Una de las chicas en la banda publicado en el 2013. Junto a ella estaba Alojzy Fros, arrestado como conspirador como el profesor Wacław Dlugoborski de Varsovia, que consiguió huir durante una evacuación y que ahora es el encargado del Museo Auschwitz-Birkenau. Escapó también Zbigniew Kaczkowski, arrestado en 1943 bajo el falso nombre de Kaczanowski, preso en el bloque 11. También Stefan Lesiak, liberado en Buchenwald en 1945, y Valentina Nikodem deportada a Auschwitz con su madre porque el padre mató un policía de la gestapo en Lodz. En el campo, Valentina ayudó a muchas mujeres a dar a luz, y fue nombrada “madrina” de muchos niños. Marian Majerowicz fue la única superviviente de su familia, liberada durante la “marcha de la muerte”, y hoy es la presidenta de la asociación de los judíos veteranos y víctimas de la Segunda Guerra mundial en Varsovia.