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Cómo discernir la vocación a la vida religiosa

¿Será que Dios me llama…?

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¿Será que Dios me llama…? Muchos pueden pensar en esto. Llega un momento concreto en el que empieza a darnos vueltas en la cabeza la idea de que Dios quiere un poquito más de nosotros. En primer lugar, cuando surja esta duda, hay que considerar que la pregunta correcta no sería si nos llama o no… porque, ¡claro que nos llama!

Antes del inicio de nuestra existencia Dios nos pensó y nos amó, y al pensarnos, amarnos y crearnos nos hizo con un propósito determinado. Dios no nos crea inútiles o vacíos, sino que a todos les entrega una vocación determinada. De hecho, más de una (a la vida, a la fe, a una determinada profesión, a un carisma o una espiritualidad determinada, etc.) Además de esto, unos reciben la vocación a la vida religiosa, unos al matrimonio, otros al sacerdocio, otros a entregar su vida en celibato. Esta vocación nos la va revelando paso a paso, quizás para que no nos asustemos al ver de golpe que Él espera cosas grandes de cada uno. Nadie queda excluido, solo espera de nosotros nada más y nada menos que esto: la santidad.

Para eso, primero nos llama a la vida, después nos da la vocación cristiana, una fe maravillosa que nos encaminará a hacernos preguntas más profundas, como la inicial: ¿qué más me pide Dios?

¿A qué edad debemos hacernos esta pregunta?

Tuve un amigo que creía que recién a la edad adulta, cuando uno ha “madurado” puede vivir una intensa vida cristiana. Casi diciendo que, antes de ello, es imposible vivirla con todas sus implicancias. Mucha gente piensa de la misma manera, postergando la vocación a la santidad al momento en el que se tomarán en serio a Dios. Para estas personas es aún más impensable la posibilidad de que en plena juventud Dios les pida una entrega radical. Cada vez es mayor el miedo de seguir la vocación durante la juventud, quizás temiendo cometer un error, cambiar de opinión, no ser fieles a la voluntad de Dios, “no tener suficientes experiencias”, etc.

Nada más falso: en la juventud uno comienza a vislumbrar y a construir su futuro. Tiene la experiencia y madurez suficiente como para plantear las preguntas. Después de todo, eso es lo único que Dios nos pide en un primer momento: que le hagamos preguntas: ¿qué esperas de mí?, ¿cómo puedo ser feliz?, ¿qué quieres que haga? Él nos dará las respuestas.

Uno puede asustarse y pensar: “¡pero soy muy joven para tomar una decisión así, tan grande, tan… definitiva!”, pero no debemos olvidar que el tiempo de Dios es perfecto. Nos llama cuando tenemos la edad suficiente como para responder. Y la edad suficiente no es la misma para todos, pudiendo ser en algunos casos 13, 15, 17, 20, 25, 30. Dicho de otra manera: si sientes su llamada, es porque podrás responderle.

En palabras del Papa Emérito Benedicto XVI se puede resumir en esto: “Queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo”. Él no se deja ganar en generosidad, promete felicidad y es un buen pagador, que devuelve con creces todo lo que ponemos en sus manos.

 

¿Qué tengo que hacer para saber lo que Dios me pide?

 1. Acudir a la oración

Preguntarle. Si “encaramos” a Dios, preguntándole qué quiere de nosotros, no hay dudas de que nos lo mostrará. Él no juega a las escondidas, se deja encontrar. Si le buscamos, con sinceridad, humildad, generosidad, lo encontraremos. Al encontrarlo, entablaremos amistad con Él, lo trataremos, lo conoceremos, y conoceremos qué nos pide. Y, si el diálogo es sincero, sabremos lo que Él quiere, y la conclusión será, ¿cómo querer otra cosa?, ¿cómo decirle que no? Esto no quiere decir que no cueste, que no nos “den ganas” de hacer otra cosa, que no tengamos que abandonar, cambiar o al menos postergar algunos planes… pero la recompensa es grande: el ciento por uno en esta vida y en la siguiente.

Al orar, no hay que esperar señales espectaculares. Difícilmente eso ocurra. Lo que sí ocurrirá es la paz de saber que se hace la Voluntad del Padre, que se sigue el camino que nos tenía destinado desde toda la eternidad. Igualmente, esta paz interior solo es una consecuencia secundaria al “sí” alegre, generoso y decidido que le ofrezcamos a Dios.

2. Frecuentar los Sacramentos

En la Eucaristía y en la Confesión nos encontramos con Jesús. Cuanto más le tratemos, más fácil será conocerle y amarle. Amándole, será más fácil, más ligero el camino. Y en este trato tan íntimo, como lo es la Eucaristía, podemos pedirle que nos enseñe a querer lo que Él quiere.

3. Buscar un director espiritual

La Dirección espiritual no solo ayuda, sino que es imprescindible. Es importante porque nos ayuda a entender muchas cosas. Quizás podamos confundir señales, quizás en realidad Dios nos pide otra cosa. El director espiritual puede ayudarnos a comprender y responder las preguntas que tengamos, además de rezar por nosotros y acompañarnos en el proceso de discernimiento.

Otros consejos que podrían serte útiles :

• No tener miedo al miedo

Muchos, al sentir miedo, pueden creer: “ah, eso significa que esto no es para mí”. ¡Al contrario! Tener miedo es completamente natural, es la respuesta lógica al ver que Dios nos pide algo grande. Es como la novia a punto de casarse, puede tener miedo, pero no se dejará dominar por el miedo.  Toma la decisión porque ama y se sabe amada, y aunque no esté segura de qué podrá ocurrir a futuro, tiene su confianza puesta en el otro y en Dios. Da, como muchos, un salto al vacío, pero segurísima de que el amor de Dios es su sostén, y que Él no pide algo sin dar antes las gracias necesarias para llevarlo a cabo. Esto lo tenemos que tener muy claro, remarcado y subrayado: Dios, al dar una vocación determinada, la entrega junto a las muchas gracias para poder vivirla y ser fiel a la misma. Es por esta razón que, a la hora de decir “sí”, sobreviene la paz, la alegría, la plenitud. Además… ¡cuántas veces Jesús repitió en sus Evangelios: “¡No temas!” Nos lo repite nuevamente, y, si le escuchamos y le dejamos entrar en nuestras vidas, descubrimos que es cierto que su yugo es suave y la carga ligera.

• No poner solo el corazón, también la cabeza

Sentir es bueno, tenemos –como lo tuvo Jesús– un corazón humano. Pero así como el corazón puede cargarse de buenos y necesarios afectos, también se pueden desordenar negativamente si no los tenemos bien encaminados. Por eso el amor –y especialmente el Amor con mayúscula– no se basa en sentimientos momentáneos que van y vienen. Podemos al comienzo sentir unas fuerzas, unos impulsos y energías inmensas comparables con el enamoramiento inicial… pero, si desaparecen –y desaparecerán por momentos–, tenemos que recordar por qué dijimos que sí a Dios. Los motivos por los cuales Él nos llamó, son los mismos, aunque a veces cueste más. Tenemos que confiar en lo que Él nos dice: “Donde está tu tesoro, ahí está tu corazón” (Mateo 6,21). Si sabemos qué es lo más importante para nosotros, los afectos los ordenaremos hacia ese centro en el que está Dios. Eso es equilibrar el corazón con la razón.

• Disfrutar el camino y ser fiel

El descubrimiento de la propia vocación es un camino maravilloso, es emocionante, es hermoso. Y cada historia es única, como única es cada historia de amor. Por eso con paciencia, con un corazón sincero y generoso, es necesario caminar abiertos a lo que Él quiera mostrarnos. Esto no solo al momento de responder afirmativamente a la vocación, sino cada día. Cada día es un “sí” que resella el “sí” inicial, y, lo más fantástico, es que todos los días estamos redescubriendo, comprendiendo o aprendiendo nuevos matices de nuestra vocación, lo que nos hace profundizar más en ella y amarla, como se ama un regalo especial hecho por una persona muy querida.

Para terminar, les dejo un video que me pareció gráfica muy bien lo que significa la llamada de Dios y cómo le respondemos, las dudas y preocupaciones que nos vienen a la mente…

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