+ Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo de San Cristóbal de Las Casas
VER
En mi programa semanal de radio Pregúntale al Obispo, una persona me mandó este mensaje: “Es la primera vez que me comunico con usted y quiero hacerle una pregunta. Tal vez no entiendo cómo Dios aplica su justicia. Me divorcie hace más de 10 años, porque mi ex-esposo era adicto a las drogas y a las mujeres. Fue un periodo muy oscuro en mi vida. Me quedé con mis tres hijas. El me quitó todo lo que teníamos; me dejó en la calle con mis hijas. Le pedí a Dios que me ayudara y no me escuchó. El inicio de mi nueva vida sola fue muy difícil: rentar casa, sostener a mis niñas y todo lo demás. Mientras, el padre de mis hijas tranquilo y feliz con mujeres, fiestas y mucho dinero. Mi pregunta es por qué Dios no nos ayuda a nosotras y le da a manos llenas al padre de mis hijas, que ha hecho tanto daño a mucha gente. Esto es solo un poco de la historia de mi vida”.
Es el mismo cuestionamiento que nos hacemos ante una enfermedad imprevista, un accidente, un secuestro, un terremoto, una inundación, y en definitiva, ante la muerte. ¿Dónde está Dios? ¿Existe, en verdad? ¿Por qué no nos escucha? Ante tanta maldad a nuestro alrededor, ante esposos y padres que son tan injustos, ante tantas personas degradadas y sin remordimientos de conciencia, ante tantos crímenes, ¿qué hace Dios? ¿No le importa lo que nos pasa? ¿Por qué no lo vemos actuar en nuestro favor y no nos protege? Es el mismo grito de Jesús en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado” (Mt 27,46).
Muchas personas, sobre todo jóvenes, se consumen en la soledad, porque no experimentan que alguien les ame, ni siquiera sus padres, aunque éstos les proporcionen lo necesario para sobrevivir. La tentación del suicidio es creciente. Refugiarse en el alcohol y las drogas es una búsqueda desesperada de moderar o acallar la soledad afectiva. Formar pandillas y grupos delictivos es un escape, falso en sí, pero que refleja la necesidad de familia, de seguridad, de futuro.
PENSAR
En estos días, próximos a Semana Santa, escuchamos la queja de Marta y María, hermanas de Lázaro, dirigida a Jesús: “Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano” (Jn 11,21.32).
En efecto, si Jesús estuviera en las familias, no moriría el amor; habría vida, armonía y paz. Si los jóvenes conocieran a Jesús, no se suicidarían. Si los alcohólicos y drogadictos se apegaran a Jesús, resucitarían. Si los ladrones, secuestradores y asesinos estuvieran cerca de Jesús, se quitarían esa cadena y pesada loza que no los deja ser libres. Si los padres de familia y los esposos aceptaran a Jesús en su corazón, serían fieles, responsables y cercanos a sus hijos. Si los gobernantes profesaran una fe sincera a Jesús, no olerían a corrupción, sino que desgastarían su vida para que los pueblos tengan vida en plenitud.
El Papa Francisco ha dicho: “Hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua. Pero reconozco que la alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias de la vida, a veces muy duras. Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias” (EG 6).
ACTUAR
Ante tantos males y problemas que nos aquejan, me hago eco de lo que nos dice el Papa Francisco:
“Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor. Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores». Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar. Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!” (EG 3).