(ZENIT – Madrid).- Muchas conversiones llevan tras de sí singulares «caídas», como le sucedió a san Pablo, que tienen su peculiar manifestación. En lo que concierne a Pedro no se habla en sentido figurado. Tuvo literalmente la suya. Fue una caída de un caballo que removió para siempre su conciencia y le impulsó a perseguir la santidad.
Conocido como Telmo, este popular santo nació entre 1180 y 1190 –no ha podido precisarse la fecha exacta–, en la localidad de Frómista, Palencia, España, en una noble familia de hondas raíces cristianas, algunos de cuyos miembros estaban emparentados con la monarquía. Dos de sus tíos fueron obispos de la capital palentina. En uno de ellos recayó la responsabilidad de formarlo convenientemente. El santo poseía gran inteligencia, y además tuvo excelentes profesores en las universidades de Palencia y de Salamanca. Ahora bien, el momento histórico, con el predominio de la vida de caballería y la juglaresca, invitaba a seguir caminos opuestos al estudio. Y ello pudo influir para que no aprovechase debidamente la oportunidad que la vida le ofrecía. Es uno de los aspectos en los que no existe unanimidad en los historiadores. Es posible que se haya efectuado un juicio excesivamente severo cuando se alega que, si bien llegó a completar su formación con brillantez, no ocultó su tendencia a imbuirse en el jolgorio con el aplauso de sus amigos y el de las muchachas que veían en él a un joven apuesto y amante de la ostentación. O cuando se afirma que era inmaduro al recibir el sacramento del orden de manos de su tío el prelado Tello Téllez de Meneses, quien lo designó canónigo y deán de la catedral de Palencia.
Con independencia de la veracidad de estas apreciaciones, que podrían estar condicionadas por el episodio que se narra a continuación, parece claro que el futuro abría a Pedro una carrera prometedora, reforzada por las influencias de su pariente. Ahora bien, hay ligerezas en la vida que acarrean serias consecuencias y más cuando se trata de una persona pública. Y él cometió una que difícilmente puede calificarse de chiquillada teniendo en cuenta la responsabilidad que habían puesto en sus manos, y la notoriedad que entonces había alcanzado.
Parece que su debilidad, la flaqueza que le arrastró en un momento dado, tuvo que ver con la vanidad. Y de sus funestos resultados se aprovechó Dios para pulsar definitivamente las fibras más sensibles de su corazón. Sucedió un día de Pascua de Navidad en medio de una fastuosa cabalgata que presidía vistiendo elegantemente. Era el modo que eligió para tomar posesión como deán. Atento a la admiración que suscitaba a su paso, no podía imaginar los instantes tan violentos que se le avecinaban. Pero en un momento dado, el caballo, que aderezó ex profeso tanto como lo había hecho consigo, resbaló y se dio de bruces en un gran charco.
En medio del barrizal tuvo que sufrir las chanzas del gentío que contemplaba el evento, y que poco antes le había hecho acreedor de su admiración aplaudiendo su presencia con vivas muestras de júbilo. Avergonzado de ser tan presumido y abochornado por las bromas que suscitó a su alrededor se puso en pie. La aflicción por el mal ejemplo que había dado a los ciudadanos le infundió este sentimiento: «Pues el mundo me ha tratado como quien es, yo haré que no se burle otra vez de mí». Esta decisión no nacía de la arrogancia. Era el fruto de la oración que siguió a este momento y que marcó el inicio de su conversión.
Renunciando al éxito que le aguardaba, ingresó con los dominicos en el convento palentino de San Pablo y dio un vuelco total a su vida que se caracterizó por la oración, la penitencia y las mortificaciones. Sin temor a la austeridad, cumplió fiel y gozosamente la observancia del carisma dominico, atendiendo a los pobres y a los enfermos. Fue un excelente predicador, capellán castrense en Córdoba junto al rey Fernando III «el Santo», que lo eligió para esa misión y lo tuvo como confesor y consejero. Lo designaron prior del convento de Guimarães, en Portugal y, entre otros frailes, allí acogió a Gonzalo de Amarante. Fue un gran impulsor del rezo del rosario. Evangelizó Palencia, Córdoba y Sevilla. Y también llevó su celo apostólico por Asturias y Galicia conmoviendo con sus encendidas palabras los corazones de quienes le escuchaban. Pero la mayor parte de su vida transcurrió en Galicia donde se le recuerda y venera de forma especial tanto en poblaciones costeras como en zonas rurales.
A él se debe la construcción de un puente sobre el río Miño, en Catrillo, lugar cercano a Rivadavia, con el que se atajaron muchas pérdidas humanas. En este enclave, yendo junto a su fiel compañero Pedro de las Marinas, consiguió que los peces salieran a la orilla pudiendo alimentarse ambos en una época de gran escasez. Y en otro de los puentes que se debieron a él, en La Ramallosa, mientras predicaba aplacó la furiosa tempestad que se cernió sobre todos apartándola del auditorio con un gesto que recuerda a la división de las aguas del Mar Rojo efectuada por Moisés.
Nunca se embarcó. Pero los marineros, creyendo firmemente en tantos prodigios que se le atribuyen, siempre le han invocado para hacer frente a los temporales. Su postrer destino fue la población pontevedresa de Tui. Pertenecía a la comunidad del convento de santo Domingo de Bonaval en Santiago de Compostela. Al enfermar decidió volver allí. Emprendió el camino con alta fiebre, pero al sobrepasar la localidad de Padrón, cuando se hallaba en un puente conocido como «Ponte das Febres», a través de una locución divina entendió que debía regresar a Tui. Su muerte unos la cifran el 15 de abril de 1246 y otros el 14 del mismo mes y año. El Martirologio lo incluye este día. Su tumba continuó siendo escenario de numerosos milagros. Fue beatificado por Inocencio IV en 1254. Benedicto XIV confirmó su culto el 13 de diciembre de 1741. Pío IX lo declaró patrón de la diócesis de Tui el 12 de diciembre de 1867.