Ciclo A – Textos: Hechos 2, 14.22-33; 1 Pe 1, 17-21; Lc 24, 13-35
P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor de Humanidades Clásicas en el Centro de Noviciado y Humanidades y Ciencias de la Legión de Cristo en Monterrey (México).
Idea principal: para reconocer a Cristo resucitado en nuestra vida necesitamos ojos sin telarañas, pies sin grilletes y corazón sin glaciares.
Resumen del mensaje: Jesús resucitado está realmente entre nosotros. Para darnos cuenta de su presencia tenemos que tener los ojos de la fe bien abiertos a la luz de la Palabra de Dios, los pies bien ágiles para caminar por la vida con las alas de la esperanza y el corazón en ascuas y enardecido por la Eucaristía para reconocer a Jesús en el partir del pan.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, para reconocer la presencia de Cristo resucitado necesitamos los ojos de la fe bien abiertos para dejarnos iluminar por la Palabra de Dios que es luz en el camino de la vida y nos explica todos los eventos desde la historia de la salvación. La Sagrada Escritura nos da la visión correcta sobre Dios, sobre Cristo, sobre la Iglesia, sobre el hombre y sobre todos los eventos de nuestra vida. La Sagrada Escritura es brújula que marca el norte. Sin ella tendremos una visión horizontalista, relativista y parcial de todo, como los dos discípulos de Emaús. Dejemos que Cristo nos explique, a través de la Iglesia, las Escrituras para que se nos abra el entendimiento y nos tire las telarañas.
En segundo lugar, para reconocer la presencia de Cristo resucitado necesitamos los pies de la esperanza bien ágiles. Los dos discípulos caminaban apesadumbrados, pues tenían la esperanza quebrada por la desilusión, el desaliento y el desengaño. “Nosotros esperábamos…”. Cristo, al unirse a ellos en el camino, les agiliza el paso, les renueva la esperanza con su presencia y su palabra, y les reprende con cariño, pues sus expectativas estaban a sideral distancia de los ideales del Señor. Les disipa los proyectos horizontalistas y temporalistas, y les aúpa a una visión sobrenatural para que les renazca la esperanza. Y les resucitó la esperanza, al darles una lectura y exégesis espiritual de los hechos ocurridos en esos días, que para ellos eran motivo de escándalo y aldabonazo para su esperanza. Sólo así el cristianismo no será un escándalo, ni la cruz una derrota ni la sangre de Cristo un derroche innecesario. Dejemos que Cristo nos reprenda nuestras visiones chatas y alicortas de su misterio humano-divino, y rompa los grilletes de nuestros pies.
Finalmente, para reconocer la presencia de Cristo resucitado necesitamos un corazón enardecido y en ascuas. Sólo así invitaremos a Jesús, como hicieron estos discípulos, a entrar en nuestra casa para celebrar su Pascua eucarística con nosotros y parta su Pan con nosotros. Sólo gracias a la Eucaristía el ardor divino fundirá el hielo de nuestro egoísmo que nos tiene petrificados, y disipará la nube de preocupaciones y vanas solicitudes que entenebrecen nuestro espíritu. La compañía de Jesús eucarístico es siempre santificadora; las comuniones, por más desolados que estemos, tienen una eficacia insospechada. “Quédate con nosotros, Señor, porque ya es tarde”. Con Jesús eucarístico todo se ilumina, los fantasmas y temores huyen. ¡Es Jesús, pero trasfigurado! Aquel rescoldo del camino se ha convertido en ardorosa llamarada. Y Jesús desaparece en ese momento. Quiere que pasemos de su presencia carnal a su presencia espiritual y eucarística. La resurrección de Cristo inaugura este género de presencia. Pasemos –es lo que significa Pascua- de una visión materialista a una visión de fe. Y con los pies ágiles salgamos a anunciar esta buena nueva: “Cristo ha resucitado” a quienes viven en la oscuridad y en la desolación. Cristo resucitado derritió el glacial de nuestro corazón y lo convirtió en hoguera devoradora.
Para reflexionar: ¿por qué a veces nos pasa en la celebración de la Eucaristía dominical que nuestros ojos no se abren para reconocer a Jesús y nuestro corazón no arde cuando escuchamos las Escrituras? ¿Por qué regresamos a casa con el corazón angustiado como cuando vinimos? ¿No será porque no hemos reconocido al Señor en el partir del pan y por lo mismo no partimos el pan con nuestros hermanos?
Para rezar: con el salmo 15, leído hoy, quiero rezar así: “Por eso mi corazón se alegra, se regocijan mis entrañas y todo mi ser descansa seguro: porque no me entregarás a la muerte ni dejarás que tu amigo vea el sepulcro. Me harás conocer el camino de la vida, saciándome de gozo en tu presencia, de felicidad eterna a tu derecha”. Así hiciste con los discípulos de Emaús.
Para cualquier pregunta o sugerencia, contacte a este email: arivero@legionaries.org
Tercer domingo de Pascua
Comentario a la liturgia