(ZENIT – Madrid).- «Dios no requiere obras extraordinarias; solo desea amor», hizo notar esta religiosa. La suya fue otra vida de ocultamiento en Cristo, sendero que en 1987 le llevó a los altares, tras haberlo recorrido sobrenaturalizando las acciones cotidianas. Nació el 10 de julio de 1883 en la localidad germana de Düppenweiler de Saarland. Era la penúltima de diez hermanos. Sus padres, John y Catherine, humildes campesinos, habían fraguado la educación de sus hijos al abrigo de la fe. Y Magdalena fue sumando años viendo como algo natural cómo se vivían en su hogar las prácticas piadosas que compartía con gran fervor: la misa, la recepción de los sacramentos y el rezo del rosario. Fueron germen de su vocación.
Abiertos los brazos a Cristo, a sus 25 años dio un paso decisivo tendente a su consagración. El 2 de abril de 1908, junto a su hermana Elise, se convirtió en religiosa ursulina del convento de Calvarienberg en Ahrweiler. Allí tomó el nombre de Blandina (en honor de una mártir cristiana de la primera era) del Sagrado Corazón. Profesó en 1910. Su director espiritual, el jesuita padre Merk, le dio el visto bueno para que añadiera a sus votos de pobreza, castidad y obediencia, el de «ser víctima». Hacen falta altas dosis de valentía y fortaleza, muchísimo amor para enfrentarse al dolor a cara descubierta. Magdalena estaba en posesión de estas gracias. Le sobraban arrestos para acoger lo que Dios hubiese dispuesto para su vida. Ella misma recogió por escrito su impresión de que Cristo aceptaba su ofrenda al profesar perpetuamente el 4 de noviembre de 1913. Entonces hizo notar: «En este día me consagré al Divino Redentor y creo que Él aprobó el sacrificio».
Adoptaba frente al dolor una actitud infrecuente, ofreciéndose en libación por exclusivo amor a Dios. Cuando lo habitual es –si no se ofrece resistencia al sufrimiento– aceptarlo sin más, un tercer y selecto grupo que no está afectado por patología alguna, integrado también por personas anónimas que no han alcanzado la gloria de Bernini, da un paso edificante, poderosamente conmovedor. Porque no conviene olvidar que no hay nada a lo que se le tema más en esta vida que a cualquier gama de dolor físico, o el global sufrimiento en el que aquél se inscribe. Cristo mismo tembló en el Huerto de los Olivos. De modo que un gesto como el de la beata, y de quienes han determinado, no ya unir sus sufrimientos a los de Cristo, sino reclamarlos por amor a Él, no es baladí precisamente. Magdalena no pondría cota alguna a su particular holocausto. Y a ello le ayudaría la oración y la contemplación de la Eucaristía. De otro modo no podría haber soportado, como lo hizo, con paciencia y completo abandono en las manos del Padre, lo que debió afrontar.
Como religiosa su misión siguió estando en la enseñanza. Era una persona entrañable que ejercía de forma competente su labor, y sabía infundir en las alumnas las virtudes evangélicas que ella practicaba, ya que, por encima de todo, se dejaba llevar por sus ansias de santidad. Los rasgos de inocencia, modestia y piedad hicieron que ya desde niña fuese tomada como una especie de ángel por quienes la conocieron. Se distinguía por su fe, espíritu de oración –aunaba contemplación y acción–, que enriquecida por la Eucaristía y devoción mariana, alentaban el quehacer apostólico que realizaba en el aula.
Fue destinada a la escuela de Saarbrücken, y allí aparecieron los primeros síntomas de la enfermedad pulmonar, incurable en la época, que le llevaría precozmente a la muerte; Dios se apiadaría de ella acortando su vida. De regreso a Trier en 1910, ciudad a la que se trasladó por consejo médico con objeto de hacer frente a la tuberculosis, no desatendió su trabajo. Además de ejercer la docencia, asumió nuevas responsabilidades hasta que la enfermería se hizo completamente indispensable y vivía recluida en ella. En otoño de 1916 la lesión avanzaba de manera implacable y fue trasladada al hospital de Merienhaus. Su ofrenda victimal tomaba forma. Colindante la enfermería a la capilla, con gran sentido del humor –que nunca perdió, como tampoco la alegría–, altas dosis de conformidad, paciencia y paz interior, hacía notar: «Jesús y yo somos vecinos». En ese tiempo aprendió que «el dolor es la mejor escuela de amor». Así es.
Con gran esperanza asumió que pronto llegaría su muerte considerando que era una «alegre noticia». Murió en el convento de Trier el 18 de mayo de 1918. Tenía 35 años, y llevaba 11 de vida religiosa. Seguramente por su forma de morir a sí misma, como indica el evangelio, rodeada de esa fulgurante luz que desprende la falta de notoriedad cuando todo discurre en el anonimato a los pies del Redentor, ha sido denominada por su biógrafo «una oculta esposa de Cristo». Fue beatificada por Juan Pablo II el 1 de noviembre de 1987.