(ZENIT – 23 febrero 2019).- «¡Hay un camino!, ¡hay una oportunidad!, ¡hay una esperanza!, ¡hay vida!, ¡devuelve lo perdido!, ¡muestra que te preocupas! Porque todo lo que hagas redimirá los muchos gritos silenciosos que esperan el día salvador», el padre Hans Zollner leyó estas palabras al comienzo de las sesiones del segundo día del Encuentro sobre ‘La Protección de los Menores en la Iglesia‘, el viernes, 22 de febrero de 2019.
Cada día, el Encuentro sobre ‘La Protección de los Menores en la Iglesia‘ comienza con la oración, que preside el Papa Francisco y participan los 190 miembros de esta cumbre, celebrada en el Vaticano del 21 de febrero hasta el 24 de febrero de 2019.
El padre Zollner, uno de 6 miembros del comité organizador del Encuentro, lee al comienzo de cada jornada el testimonio de una víctima de abuso –sexual, de poder, de conciencia– en la Iglesia.
El sacerdote alemán es miembro de la Pontificia Comisión para la Protección de Menores, Presidente del ‘Centro de Protección Infantil’ de la Pontificia Universidad Gregoriana y Director y Profesor del Instituto de Psicología.
Sigue el texto escrito por la víctima de abusos en la Iglesia, leído el viernes, 22 de febrero de 2019, por el P. Hans Zollner, en el Encuentro con los presidentes de las conferencias episcopales y demás representantes católicos.
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EL PUENTE QUE MARCÓ LA DIFERENCIA
Se presentó un chico y entró
a un mundo que era nuevo;
era un desafío
como el de cualquier recién nacido.
¡Quién hubiera pensado que este mundo
Le traería sorpresas y peligros no buscados!
La búsqueda de una buena formación católica
lo hizo partir
de un ambiente –feliz y sano;
era por una motivación justa,
y así con dolor se despidió
de todo lo que conocía:
padres, hermanos, amor, solicitud,
protección y todo.
Tan joven como de cinco años,
a un mundo desconocido,
lleno de inocencia y de temores
entró a las aulas que eran nuevas.
Le hacía falta el hogar,
aquí buscó en los amigos
y custodios que fueran sus padres.
Fatal fue éste reemplazo
porque los deseos de éstos eran extraños
para él que era joven.
Despojado de su inocencia una y otra vez,
abandonado a la propia suerte
en este mundo adulto,
no encontró esperanza
y se convirtió en un solitario.
Lo hizo pedazos,
con el pasar de los años.
Pero no podía decirlo a nadie,
por miedo a la desgracia y la vergüenza.
Del aprender más sobre “valores cristianos”
se retiró del mundo
a la seguridad de quedarse en silencio, escondido dentro;
pues el secreto era la única salida.
Muchas veces se preguntó:
¿Qué es este mundo?
No tenía sentido ni le daba esperanza.
Una vez miró desde un puente,
y se preguntó
“¿Cómo podría cambiar su camino que iba a cuesta abajo,
cambiar el orden de las cosas?”
Nunca hubo respuesta.
¿Quién podrá saber
lo que estaba pasando?
¿Quién se atreverá a preguntar?
¿Quién asumirá la responsabilidad
por esta vida que parecía perdida?
Nada en su vida quedó sin ser tocado.
Todo quedó manchado.
¿Acaso estuvo Dios ahí?
Pues Él sería el único que lo sabría todo.
El puente que contempló
le mostró un camino,
un camino que era distinto
y que tuvo fruto, cuando
extrañamente escuchó en su rumoroso
y angustiado corazón,
una voz que llamaba a un cambio.
Un proceso comenzó
para realizar lo que la voz le decía.
Un proceso de perdón,
un proceso de reconciliación,
un proceso de aceptar la vida
como era llena de heridas, de dolor y desolación.
El nuevo camino descendiendo del puente
era largo y difícil.
Tocaba la misma esencia de la vida.
Pero, había un camino, uno diferente;
un camino que sana, sanación que toma tiempo.
Ablandó su corazón endurecido
y trasformó la vida que vivía.
Quebró la caparazón en la que vivía, para caminar libre
y decirle al mundo, “Hay un camino”.
Esta es su historia.
Pero ahora, ¿quién asumirá la responsabilidad
de vidas rotas?
¡Hay un camino!
¡Hay una oportunidad!
¡Hay una esperanza!
¡Hay vida!
¡Devuelve lo perdido!
¡Muestra que te preocupas!
Porque todo lo que hagas
redimirá los muchos gritos silenciosos
que esperan el día salvador.