«Esta sierva de los pobres, fundadora de las Hijas e Hijos de la Caridad, dejó a un lado su título nobiliario y su gran fortuna. Impulsó el Instituto canossiano y puso en marcha una fructífera cadena de acciones caritativo sociales»
«Hacer que Jesús sea conocido y amado». ¡Qué otra aspiración ha guiado a los santos que no sea ésta! Magdalena lo expresó así. Pero, al igual que ella, otros muchos demostraron sobradamente que ese era su único objetivo. La santa forma parte del selecto grupo de elegidos que tuvieron el mundo a sus pies y estando en posesión de cuantiosos bienes se desprendieron de ellos.
Eligieron las austeridades para imitar a Cristo y ponerse a la altura de los desfavorecidos. Una decisión que no es usual, y menos aún a cierta edad, ya que con los años es fácil amoldarse a una forma de vida aunque sea rutinaria, y resulta más costoso emprender nuevos caminos. Magdalena Gabriela tenía fortuna y un codiciado título nobiliario: marquesa de Verona, lo cual le hacía acreedora de innumerables prebendas. Se despojó de todas. Ni siquiera tenían el estatus de fruslerías ante la gloria que Cristo le ofreció.
Nació en Verona, Italia, el 1 de marzo de 1774. Era la tercera de seis hermanos. Se ha dicho en incontables ocasiones que el dinero no da la felicidad. Así es. En este hogar se cumplía el aserto de que no es oro todo lo que reluce. Magdalena conoció en él los vericuetos del sufrimiento. Perdió a su padre, sufrió el abandono de la madre que contrajo nuevas nupcias, y se abatieron sobre ella enfermedad e incomprensiones.
Son los misteriosos caminos de Dios que horada el corazón de sus dilectos hijos. Adecuarse a la voluntad divina es un acto de fe. Por lo general, no se comprenden los senderos y hechos que conducen a la unión con Él. A la santa le costó, pero no eludió el compromiso al que fue llamada. Y a los 17 años hasta en dos ocasiones intentó ser carmelita de clausura.
Forzada a regresar a su hogar para administrar la fortuna de la familia, cuando su tía se hallaba en trance de muerte se ofreció a adoptar a su pequeño. Las circunstancias histórico-políticas habían acrecentado el drama de los pobres. La Revolución francesa y la hegemonía de distintos gobernantes opresores generó un importante cúmulo de carencias que sepultaban a los débiles. Magdalena, mujer de oración, vocación y empuje, experimentó una indecible piedad por ellos. Y como la aflicción es un activo que Dios infunde en el corazón humano, se puso manos a la obra. En los barrios marginales de Verona penetró la luz llevada de su ardiente caridad.
Palió hambre, falta de afecto, de formación… Su vida, vertebrada por la Eucaristía, el amor a Cristo crucificado y a la Virgen Dolorosa, rezumaba virtud. A su respetable familia le incomodaban sus públicos gestos en favor de los oprimidos. Pero cuando el amor tiene tal intensidad como el que a ella le animaba los muros caen derrocados. Y venció toda resistencia iniciando su obra en 1808.
Se hallaba a la mitad de la treintena cuando dejó la comodidad de palacio para instalarse en un barrio, el de S. Zeno, habitado por la miseria. Y con un grupo de mujeres afines puso los pilares de las Hijas de la Caridad Siervas de los Pobres, inaugurando con ellas el Instituto canossiano. Las chicas más pobres fueron acogidas en el monasterio de san José.
Abrió varios frentes: escuelas, residencias para la formación de las docentes, catequesis, asistencia a pobres y enfermos hospitalizados, así como ejercicios espirituales dirigidos a mujeres de la nobleza, con la idea de impregnarlas de la fe involucrándolas en acciones caritativo sociales. Pero era realista. Escribió a una amiga suya en 1813 y le dijo: «Venecia es la ciudad de los proyectos (…) son las necesidades que dan la oportunidad de proyectar, sin luego poder conocer el éxito de los proyectos mismos…».
Guiada por el afán de cumplir la voluntad de Dios estaba abierta a sus designios. «Me pareció voluntad de Dios que solo buscara vivir completamente abandonada a su divina voluntad». Esta mujer que llevó la ternura y la esperanza a los pobres fue, además, una excepcional formadora. Recta, clara, misericordiosa, con tenacidad y rigor sostenía la vida espiritual de sus hijas. Las cartas que les dirigió, al igual que sus Memorias y el diario espiritual, revelan su grado de santidad. Preocupada y atenta a las necesidades de todas nunca impuso nada.
Haciendo acreedoras de su confianza a las religiosas, con palpable humildad y espíritu de servicio, solía pedir su juicio ante las necesidades apostólicas que surgían, seguía con minuciosa atención su devenir aconsejando el descanso y la visita médica pertinente, si era el caso, el cuidado responsable de la salud, etc., dejando claro que nada de ello formaba parte de la periferia de la vida. Pero el meollo de la misma, y eso jamás lo olvidó, está en la santidad personal. Si todas eran santas, se convertirían en grandes apóstoles y el carisma no sería estéril.
«Hija mía querida –decía en una de sus numerosas cartas–, el Señor te quiere santa y yo también lo deseo, y mi deuda de madre y de madre que te ama es la de formar en vos la santidad, y ésta jamás se podrá lograr sin sumisión, obediencia y humildad […]. Para las obras del Señor, se necesitan humildad, abandono en Dios, olvido del mundo y despojo universal […]. No te preocupes de las habladurías del mundo, ni de las felicitaciones, ni de los reproches y atiendas sólo a santificarte en el ejercicio de la obediencia, de la humildad y de la búsqueda de Dios…». El auténtico amor a Dios y al género humano solo podían brotar de la contemplación del Crucificado y de su Madre.
Tenía alma misionera y logró que el Instituto, cuyos miembros se comprometían con plena disponibilidad a partir donde fuera preciso, se extendiera por otras ciudades italianas. Tras su muerte sus hijas lo expandieron por Oriente y América Latina. Cercano su fin, y después de infructuosas gestiones efectuadas ante Rosmini y Provolo, en 1831 fundó el Instituto de Hijos de la Caridad que había soñado en 1799. Murió el 10 de abril de 1835. Su obra había sido aprobada en 1828. Pío XII la beatificó el 7 de diciembre de 1941. Juan Pablo II la canonizó el 2 de octubre de 1988.