«Es inútil huida cuando la voluntad divina prevalece sobre la humana. Andrés, que había asegurado que nunca sería religioso ni sacerdote, que en su juventud mostraba un espíritu poco proclive a la santidad, luego conquistó los altares»
El hombre busca certezas. Dios le ofrece una peana (fe) para que se alce contra sus razones. Andrés, cuya celebración coincide con la de la Virgen de Fátima, nació en la localidad francesa de Saint-Pierre-de-Maillé el 6 de diciembre de 1752. Durante años desterró la idea de consagrarse. Jamás hubiera imaginado, ni lo pensó siquiera, que sería santo. Firmaba sus libros –aventurando temerariamente su futuro, como si tuviera la llave de la vida–, con esta apreciación: «Andrés, que nunca será ni religioso ni sacerdote». Quizá quiso contradecir el vaticinio de su madre asegurando que sucedería lo contrario, como así fue.
Su trayectoria infantil y juvenil era de lo más opuesto a una persona de espíritu religioso: rebelde, de fácil protesta, molestamente inquieto, y nada fervoroso. Hallándose interno en el colegio era tan revoltoso que el rector lo castigó en un cuarto oscuro, pero se escapó. Le esperaba en casa un castigo equiparable a su travesura y se libró porque su paciente madre intercedió por él. Ella hacía todo lo que podía para enderezarlo. Constantemente le encomendaba a Dios en sus oraciones, y seguía realizando obras de caridad con los pobres en medio de los reproches de este díscolo hijo, quien, a pesar de sus ácidas críticas, después recordaría sus enseñanzas. El néctar de esta eficaz pedagogía materna era simple y claro: que a Dios se le entrega siempre lo mejor, no los deshechos, como él pretendía que hiciese ella con los pobres a los que asistía. De todos modos, si le quedaba algún ápice de fervor, el joven lo perdió por completo cuando inició estudios de filosofía en Poitiers. Entonces abrió los brazos a la vida mundana sin reparar en el poso de infelicidad y amargura que iba trazando en su alma. En un momento dado decidió ingresar en la vida militar sin contar con la opinión de su acomodada familia. De nuevo medió su madre para que pudiera entrar en su domicilio, porque hasta eso le vedaron. Esta brava mujer, que con su fe y constancia pensó que encauzaría la vida de su indómito vástago, incluso fue al ejército, pagó la multa correspondiente y lo liberó de su compromiso.
Andrés era algo desastroso para escribir, así que no fue admitido en ninguno de los trabajos a los que acudió en busca de empleo. Pensó dedicarse a la abogacía, pero siguiendo el consejo que le dieron, se trasladó a casa de un tío que era arcipreste d’Hains. Y allí tocó Dios su turbulento corazón. Inició los estudios eclesiásticos y cultivó la oración y la meditación. Durante un tiempo, después de ser ordenado, fue vicario de su tío. Éste, que tenía fama de santo, le observaba predicar con palabras altisonantes. Un día se le olvidó el sermón, y el venerable sacerdote le advirtió que no buscara lucirse ante los demás, que eso no era del agrado de Dios. Andrés tomó buena nota de ello. Pero aún tenía que cercenar otras ataduras.
Como párroco de su ciudad natal comenzó a vivir con cierto lujo y comodidades. Agasajaba a sus invitados con prodigalidad, hasta que un pordiosero le llamó la atención: «Padre Andrés, usted vive más como un rico que como un pobre, como lo manda Cristo». Entonces se desprendió de la rica cubertería, repartió sus bienes entre los necesitados y adoptó para sí el espíritu monacal. El remanente que le dejaba su austera vida lo destinaba a la limosna. Los signos de conversión se traslucían en los sermones, y su sacristán un día le confió: «Su Reverencia predicaba antes con palabras que nadie entendía. Ahora entendemos todo lo que dice».
En 1782 su amistad con el padre Riom que estaba al frente de la iglesia de Saint Phèle, de Maillé, ya desaparecida, le permitió conocer a su sobrino, Pedro Coudrin, futuro fundador de la congregación de los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Éste, que entonces era seminarista, tomó al santo como confesor. Pasado el tiempo, además de establecerse entre ambos una entrañable relación, se ayudaron mutuamente. Coudrin, en particular, hizo gestiones de gran calado relacionadas con la fundación instituida por Fournet. Pedro nunca olvidó las prácticas que aprendió junto a él, adoptando como suya la costumbre de Andrés de repetir con frecuencia: Sanctus, Sanctus, Sanctus, y Gloria Patri.
El estallido de la Revolución francesa los separó. Y fue nueva ocasión para que Fournet testimoniara su fe como también haría Coudrin en su momento. La negativa de Andrés a prestar el juramento exigido a los sacerdotes en contra de la Iglesia, le convirtió en prófugo de la justicia. Durante cinco años permaneció como un fugitivo en España donde se refugió a instancias de su obispo. Pero sentía que debía estar junto a sus fieles, y regresó a Maillé a mediados de 1797. El regocijo del pueblo fue inmenso al conocer la presencia del santo, que llegó de improviso burlando el veto que recaía sobre su persona. Nuevamente sufrió el acoso de sus perseguidores. Tuvo que esconderse hasta en armarios, pero nunca le faltó el apoyo incondicional de los feligreses que le libraron astutamente de ser capturado y condenado. Con el cambio de signo político pudo centrarse abiertamente en su ministerio pastoral. Predicó y confesó de forma incansable por las localidades cercanas. Sacerdotes y laicos le buscaban por su agudeza espiritual y sabios consejos. Muchos seminaristas se vieron agraciados por su generosidad. Les instruía directamente o les proporcionaba buenos formadores hasta que hallaba para ellos un lugar adecuado en los seminarios.
En 1804 junto a santa Isabel Bichier des Ages fundó la comunidad de Hijas de la Cruz, denominadas por ella Hermanas de San Andrés, dedicadas a los enfermos y a la juventud. Él fue director espiritual de la santa hasta su muerte que se produjo en La Puye el 13 de mayo de 1834. Tras su deceso el obispo de Poitiers manifestó: «El cielo acaba de enriquecerse con un nuevo miembro y la tierra acaba de perder un modelo de todas las virtudes sacerdotales». Pío XI lo beatificó el 16 de mayo de 1926, y él mismo lo canonizó el 4 de junio de 1933.