© Cathopic/Bermardo Valle

Monseñor Enrique Díaz Díaz: «Con prontitud y alegría»

XIV Domingo Ordinario

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Isaías 66, 10-14: “Yo haré correr la paz sobre ella como un río”

Salmo 65: “Las obras del Señor son admirables”

Gálatas 6, 14-18: “Llevo en mi cuerpo la marca de los sufrimientos que he pasado”

San Lucas10, 1-12. 17-20: “El deseo de paz de ustedes se cumplirá”

“Tiene la capacidad de desplazarse a gran velocidad -114 kilómetros por hora-, se mantiene ‘inmóvil’ en el aire al batir sus diminutas alas con extraordinaria rapidez -casi imperceptible para la vista humana- y se alimenta del néctar de las flores introduciendo su largo pico en las corolas, con lo que también cumple con la función polinizadora. Se trata de una diminuta y singular ave: el colibrí”. Apenas unos cuantos gramos de peso, una belleza extraordinaria, colores en movimiento, y un largo pico que va extrayendo sólo lo mejor de cada flor. No le importan las espinas, no le importan los peligros, continúa su misión: buscar lo mejor de cada en cada planta y fecundar a las demás llevándoles vida. ¿No será esa la misión del discípulo?

Con gran sencillez, pero con mucha contundencia, Jesús enseña las bases a sus discípulos en su nueva misión: oración, comunidad (de dos en dos), y libertad de espíritu. Nada de cargas innecesarias, que una paja llevada por largo camino termina por ser pesada. Con la prontitud de quien tiene que llevar un mensaje importante y no admite detenerse por banalidades, sino busca la atención a cada persona, con el deseo de que haya paz en cada hogar. Igual que el colibrí, con la pequeñez, con la rapidez, con la debilidad, y sólo buscando lo mejor y las consecuencias son claras: cuando se lleva la paz interior se va sembrando la vida. Son las propuestas y recomendaciones de Jesús. Lo extraordinario es que ya no son sólo los Doce, que en casi todo el evangelio aparecen, sino que ahora se abre el horizonte y se encomienda la misión a “los setenta y dos”, es decir a una multitud de hombres y mujeres que tienen la misión de preparar los corazones para el encuentro con el Señor. Cuando se ha encontrado a Cristo, no se puede ir por la vida sin irradiarlo, aunque no pronunciemos su nombre. La misión es de todo discípulo que ha encontrado en Cristo su razón de vivir. Esa alegría se expande espontáneamente y no necesita mandatos, pero sí hay que tener muy en cuenta las recomendaciones de Jesús.

La más bella oración no puede ser aquella a favor mío, ni en mi propio nombre, sino la que surge a favor y en nombre de todos. Cuando se mira las necesidades de los demás, por fuerza tendremos que hacer nuestra la oración, no porque el dueño de la mies no conozca nuestras necesidades, sino porque al orar nos estamos comprometiendo en la misma tarea de Jesús. Pedir es tomar conciencia de las necesidades del Reino y poner los medios más adecuados; es confiar en Dios y asumir nuestra misión y responsabilidad. Cuando se vive en sintonía con el plan amoroso de Dios, no puede haber la cerrazón individualista de mirar solamente nuestros propios intereses, sino que la oración se torna en “oración del pueblo de Dios” que, todo unido con el vínculo de amor, se dirige al Padre común. Por eso Jesús insiste: “Rueguen al dueño de la mies”. Ya desde la oración, por más personal que sea, Jesús nos da este sentido comunitario, que luego aparecerá muy claro al enviarlos de “dos en dos”. La misión tiene siempre este carácter comunitario, ha de realizarse de dos en dos, con la finalidad de mostrar con los hechos y la vida lo que se anuncia con la palabra. Que más anuncia un testimonio de amor y comprensión que las más bellas disertaciones. Quizás aquí se podría hacer una consideración a la gran importancia del amor de la pareja y al efecto constructor o demoledor que tiene su vivencia frente a los hijos y frente a la sociedad.

Jesús no ilusiona a sus discípulos con falsas esperanzas, muy claramente les dice las dificultades que traerá la misión: en medio de lobos. Con la debilidad se deben enfrentar a los poderes del mal. Pero lo primero será poner atención a no convertirnos nosotros en lobos que vayan destruyendo con el pretexto de ser discípulos. Lo más importante es llevar el evangelio y anunciar que el Reino de Dios está cerca, no anunciarnos a nosotros mismos y nuestras estructuras. Debemos revisarnos continuamente si no estamos devorando ovejas en lugar de darles vida. Las palabras de Jesús nos alientan a lanzarnos con entusiasmo, pero también con la debida prudencia. Quizás el ejemplo del colibrí nos pueda seguir ayudando: no puede renunciar al néctar de una rosa por temor a las espinas, pero debe tener mucho cuidado pues una sola espina puede hacerlo caer. No nos hagamos ilusiones, hay lobos y el mal se disfraza y nos seduce. Pero no tengamos miedo, la fuerza del reino es más poderosa que el mal y sus mentiras. Pero tengamos cuidado en no poner nuestra confianza en nuestras propias fuerzas y en nuestros propios métodos, porque tendremos el gran riesgo de estarnos predicando a nosotros mismos. La alegría mostrada por los discípulos cuando jubilosos relatan las peripecias de su travesía, nos enseña que la verdadera felicidad no está en los miles de aditamentos y requisitos que engañosamente propone el mundo para ser feliz, sino en descubrir el gozo de la paz interior que contagia y fecunda a los demás.

¿Cómo me siento hoy al saberme enviado por Jesús como su mensajero a anunciar que el Reino de Dios está cerca? ¿En dónde pongo mis seguridades y qué pienso de las exigencias de Jesús? ¿Soy lobo para los demás? ¿Dejo de actuar conforme a los valores del Reino por temor a “los lobos” que amenazan el Evangelio? ¿Puedo, como el colibrí, buscar lo mejor de la vida y llevar paz y felicidad a los demás?

Padre Bueno, concédenos que descubramos la importancia y belleza del mensaje, tanto como nuestra pequeñez de mensajeros, para que, con prontitud y alegría, anunciemos tu Evangelio. Amén.

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Enrique Díaz Díaz

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