«Era italiana, pero fue la primera canonizada en Brasil, país en el que multitud de pobres, ancianos, esclavos y enfermos fueron agraciados por su caridad. Fundó las Hermanitas de la Inmaculada Concepción»
Una enferma de cáncer en fase terminal acogida por Amabile fue el origen de la fundación de las Hermanitas de la Inmaculada Concepción, impulsada por esta gran mujer, nacida el 16 de diciembre de 1865 en Vígolo Vattaro, provincia de Trento, Italia. Su escasísima formación no implicaba cortedad de miras. Al contrario. Tuvo la visión de crear la estructura precisa para que los desheredados de cariño, de salud y de recursos materiales, hallaran lo preciso para sobrevivir con la máxima dignidad posible.
Creció en el seno de una familia que se vio obligada a emigrar a Brasil junto a otros compatriotas. Buscaban una mejor calidad de vida, como legítimamente continúan persiguiendo los millones de personas que dejan atrás su país. El largo centenar de italianos que acompañó en este forzado exilio a la familia Wisenteiner llevaba clavado en el corazón las hondas raíces heredadas de sus antepasados. Cuando en 1876 se afincaron en el estado brasileño de Santa Catalina, en Trento, dieron a la nueva ciudad el nombre de Vígolo. Puede que fuese una forma de perpetuar emotivamente los inolvidables lazos que siempre les atarían al lugar que les vio nacer. Entonces Amabile tenía 10 años, y ya había experimentado en su tierra lo que significa trabajar duramente en una fábrica de seda; comenzó a los 8, una edad en la que debería haber estado jugando a las muñecas. Ni qué decir tiene que sus padres no deseaban este futuro para sus hijos.
Alrededor de los 12 años recibió la primera comunión y, con ella, se inició su itinerario espiritual. Primeramente colaboró en la parroquia como catequista de los niños, visitaba a los enfermos y se ocupaba también de mantener aseada la capilla. A ello añadía las tareas del hogar, que atendía ayudando a su madre. Pero ésta murió en un mal parto en 1886, y Amabile, que ya pensaba en la vida religiosa, se encontró con la enorme responsabilidad de cuidar a sus doce hermanos; fue su punto de referencia. Cuando su padre contrajo segundas nupcias tuvo vía libre para cumplir su anhelo.
En 1890, junto a otra amiga que solía visitar enfermos como ella, inició una vida en común de acuerdo con el padre Rossi que asumía la dirección espiritual de ambas. Adquirieron una casa en Nueva Trento y se trazaron un sencillo programa espiritual. Fue allí donde cobijaron y asistieron a la enferma de cáncer. El grupo de mujeres creció movido por la virtud que apreciaban en Amabile, y el padre Rossi y ella juzgaron que era el momento de instituir una Congregación. La fundación fue acogida por el prelado de Curitiba, monseñor Camargo. Tres de sus integrantes, incluida la santa, profesaron en 1895 y ésta tomó el nombre religioso con el que pasaría a la posteridad.
En 1903 se trasladaron a Ipiranga, São Paulo. Desde allí Amabile iba a impulsar la creación de cinco provincias permitiéndole extender su acción caritativa a muchos enfermos y pobres brasileños. Ese año fue elegida superiora general «ad vitam». Pero surgieron graves problemas internos dentro de la Congregación, y en 1909 el arzobispo monseñor Duarte Leopoldo e Silva la convocó para anunciarle que quedaba destituida. Su director espiritual, el padre Rossi, narró que en ese instante ella «se arrodilló… se humilló… respondió que estaba totalmente dispuesta a entregar la congregación… se ofrecía espontáneamente para servir en la congregación como súbdita». La respuesta del arzobispo fue: «Viva y muera en la congregación como súbdita». Su más preciado anhelo era que Dios «fuera conocido, amado y adorado por todos en todo el mundo»; junto a él le preocupaba la pervivencia de la fundación. Para ello siguió refugiada en la oración y en el trabajo, envolviendo en la Eucaristía los sufrimientos. Nadie en el hospicio de San Vicente de Paúl en Bragança Paulista, São Paulo, donde fue destinada a trabajar con los ancianos y los enfermos, pudo conocer la hondura de sus padecimientos. La difamación y las murmuraciones no socavaron su fe ni un ápice. Tampoco mermaron sus esfuerzos. Su ardiente caridad fue recompensada con el afecto, el respeto y la admiración de los que iban conociéndola, muchos de los cuales eran acreedores de sus gestos serviciales, generosos.
En 1918 su sucesora, la superiora general Vicência Teodora, de acuerdo con el arzobispo Don Duarte, la trasladó a Ipiranga, a la casa madre. Su cometido fue asistir a las religiosas que se hallaban enfermas. Fuera de ello pasó el resto de su vida sin notoriedad alguna, orando, llena de fe y de confianza en Dios, sostenida por la Eucaristía. Tenía gran devoción por la Inmaculada y por san José. En una ocasión confió al padre Rossi: «La presencia de Dios me es tan íntima, que me parece imposible perderla, y esta presencia le da a mi alma una alegría que no puedo explicar».
Era diabética, y a partir de 1938 la enfermedad comenzó a recrudecerse después de lesionarse uno de los dedos de la mano cuando cortaba leña. Se gangrenó y se lo amputaron, pero la necrosis seguía invadiendo el brazo y en una segunda intervención quirúrgica hubo que cercenar su mano. No hubo modo de poner coto definitivo a la gangrena y en una tercera operación seccionaron su brazo derecho. Finalmente, quedó ciega. El 12 de julio de 1940 redactó su testamento espiritual. Lo que decía era fruto de su experiencia: «Sed muy humildes. Confiad siempre y mucho en la Divina Providencia; nunca, jamás, os desaniméis, aunque vengan vientos contrarios. Nuevamente os digo: Confiad en Dios y en María Inmaculada; manteneos firmes y ¡adelante!». Murió en Ipiranga el 9 de julio de 1942 diciendo: «Hágase la voluntad de Dios». Juan Pablo II la beatificó el 18 de octubre de 1991. Él mismo la canonizó el 19 de mayo de 2002.