«Mística benedictina, agraciada con experiencias sobrenaturales, padeció la incomprensión de uno de sus directores espirituales. Fue una gran abadesa que rigió santamente a la comunidad hasta el fin de sus días»
Hoy festividad del Santísimo Nombre de María, entre otros santos y beatos, se celebra la vida de Gertrude Prosperi. El 10 de noviembre de 2012 era elevada a los altares en la catedral de Spoleto. Desde 1232, ocasión en que la ciudad se vistió de gala para la canonización de san Antonio de Padua, no tenía lugar allí una ceremonia de tal solemnidad. El insondable amor a Dios y al prójimo compartido por el venerado capuchino y esta benedictina, junto a todos los que integran la vida santa, tiene en cada caso su matiz, aunque existen siempre confluencias porque el itinerario espiritual está amasado de ofrenda y oración rodeando una cruz que invita a sumergirse en los brazos del Padre.
Gertrude era una italiana que vino al mundo en una familia de procedencia aristocrática, aunque económicamente no se hallara en su mejor momento. Vio la luz por vez primera en Fogliano, el 19 de agosto de 1799. Cuando a sus 20 años ingresó en el monasterio benedictino de Santa Lucía en Trevi estaba más que vinculada a la fe que le transmitieron sus padres. No llegó a cumplir ni tres décadas en él porque su destino, el que se labró con su heroica entrega en la vida religiosa, era el cielo. Su existencia culminó cuando tenía 47 años.
Casi desde que inició su andadura como consagrada, su trayectoria espiritual fue un compendio de experiencias místicas en medio de las cuales no faltaron las insidias del diablo. A ello se unió el juicio precipitado y erróneo de un director espiritual. Paralelamente gobernó con rigor y sabiduría la comunidad. Al incoarse el proceso de beatificación estuvieron presentes los pilares en los que sustentó su heroica vida. No fueron otros que la adoración del Santísimo Sacramento, la contemplación de Cristo crucificado, que le infundía plena confianza en su infinita misericordia y la certeza de que si seguía sus pasos obtendría la gracia de estar junto a la Santísima Trinidad eternamente, así como con María, José y los bienaventurados.
El desenvolvimiento de este camino emprendido con plena conciencia, libertad y la voluntad de no volver la vista atrás fue sencillamente el propio de una persona consagrada que es fiel a Cristo en las pequeñas cosas de cada día. Ella desempeñó las misiones de enfermera, sacristana, camarlenga en cuatro ocasiones, y fue también instructora de huéspedes. No hay que dudar de su empeño para ejercitarlas con eficacia y hacerlo impregnándolas de caridad porque de otro modo no habría sido tan estimada por sus hermanas y por personas ajenas al monasterio, como fue el caso. Porque Gertrude era una mujer de intensa oración y animaba a todas a vivir con ese espíritu evangélico indicado por Cristo. Era sencilla, humilde y caritativa, prudente y cabal observante de la regla benedictina; amaba la pobreza y detestaba las alabanzas dirigidas a ella. Siempre elegía para sí lo que no era valorado por las demás. Gran asceta, con el fin de doblegar su cuerpo, había adoptado mortificaciones y severas disciplinas que eran usuales en la época. Nadie pudo sospechar inicialmente que convivían con una religiosa agraciada con tantos favores celestiales, ni el tormentoso acecho del diablo que padecía. Fue consciente de que los episodios que le acontecían de haber salido a la luz hubieran perturbado el ritmo de la comunidad.
En octubre de 1837 fue designada abadesa, misión encarnada con celo y fidelidad a las constituciones logrando en poco tiempo que las dificultades comunitarias diesen paso a una vital y fecunda convivencia entre todas, unidas por el amor y cumplimiento de la regla que habían heredado. Fue por esta época cuando uno de sus cuatro directores espirituales, Mons. Ignazio Giovanni Cadolini, arzobispo de Spoleto, le indicó que pusiese por escrito sus experiencias místicas. En una de las visiones que tuvo, Cristo advirtió a Gertrude de la procedencia de sus sufrimientos. El Redentor portaba la cruz cuando le dijo: «así es como te quiero, serás la vergüenza de todos. Te verás oprimida, y a pesar de ser acosada por los demonios, sufrirás por causa de los confesores. Desearán ayudarte, pero no podrán…». Pues bien, Mons. Cadolini durante cinco años juzgó que las visiones eran fruto de su orgullo, instigadas por el diablo. Le fue impuesta una pena y sufrió la incomprensión de la comunidad. Pero ella seguía viviendo cautiva de ese amor al Sacratísimo Corazón de Jesús. Y en los celestiales coloquios recibía grandes consuelos: «Aquí hija está tu hogar, aquí descansarás, pide lo que quieras, pon aquí todo corazón que yo lo aceptaré, los de los justos por amarme, los de los pecadores para convertirlos, los de los incrédulos para que puedan regresar a mi Iglesia». Entretanto, el demonio atentaba contra ella golpeándola con saña además de infligirle otras agresiones.
En un momento dado, Mons. Cadolini quiso trasladarla a Ferrara, de cuya sede ya era cardenal, para que se integrase en una fundación que él quería poner en marcha. La salida del monasterio era costosa, pero la beata antepuso la obediencia, respondiendo: «Yo nada decido, sólo quiero lo que quiere Dios». Y se ve que Él quiso que permaneciera en Spoleto. Lo que sí culminó fue su relación con el prelado. El jesuita P. Paterniani, confesor y biógrafo suyo, ha narrado la extraordinaria vida de esta mujer que, aún enferma desde 1847, hallándose en su lecho dirigía a la comunidad y tenía bríos para alentarla en la observancia rigurosa del carisma que la congregaba. En la Semana Santa de ese año vivió la Pasión de Cristo como manifestó la novicia Pellegrini: «alrededor de la cabeza tiene como señales en forma de corona de espinas, cerca del corazón tiene una herida abierta y llena de sangre viva, apareció una señal sonrojada en el medio de las manos…». Tras una ligera mejoría, al llegar la Pascua Gertrude empeoró de nuevo aunque siguió rigiendo el monasterio hasta que falleció el 12 de septiembre de 1847.