«Examinando la vida de esta beata está claro que ante la gracia de Dios la miope razón palidece. Sin luces aparentes en su forma de ser, con firmeza se abrió paso en el sendero de la perfección que la condujo directamente al cielo»
En este día de santa Inés, la Iglesia celebra la vida de esta beata que llevó el nombre religioso el esta mártir cristiana.
El hecho de que el Padre Celestial ame tan singularmente y de forma infinita a sus débiles hijos es un misterio, y una gracia incuestionable que estos aquejados de tanto infortunio le contemplen con indecible ternura y se lancen a sus brazos sin dudar, sin arrojarle los dardos de la culpabilidad por sus aflicciones.
La torpeza y nula formación de esta beata, la lesión epiléptica que padecía, su vulnerabilidad al quedar huérfana prontamente y a merced de sus desaprensivos familiares, fueron algunas de las causas del acerado sufrimiento que le abrió las puertas del cielo. Nació en Benigànim, Valencia, España, el 9 de enero de 1625. Sus padres eran unos campesinos sin apenas recursos económicos, que al ser creyentes se ocuparon de que recibiese los sacramentos cuando era niña. Pero la prematura muerte de éstos cercenó de un plumazo su infancia. Se trasladó a casa de un tío suyo, hombre sin escrúpulos, que tenía personas a su servicio, y la incluyó entre ellas, maltratándola desde el primer día. Su falta de luces, por así decir, la convertían también en objeto de burlas. Por ejemplo, suscitó chanzas su decisión de plantar un naranjo tomando el tallo que hundió en la tierra dejando las raíces al descubierto. ¿Candidez, simplicidad…? Sea lo que fuere, el inocente corazón de Josefa aspiraba el perfume del amor divino. Dios Padre la protegía, mimándola, y además de constatarse el fértil crecimiento del naranjo que plantó contraviniendo las leyes de la ciencia (naranjo que aún hoy día puede contemplarse), pronto los consuelos divinos llegaron a su vida, liberándola del asedio del maligno que andaba tras ella.
El Niño Jesús se le aparecía en el huerto de la vivienda mientras se hallaba lavando y recibía también otros dones. Pero en ese ambiente embrutecido que le rodeaba, uno de los criados se obsesionó con ella, puesto que físicamente era bien parecida, y sintiéndose burlado por la joven que tenía en altísima estima su virginidad, y la defendía a capa y espada, quiso matarla asestándole varios tiros con un trabuco. Por fortuna, los perdigones simplemente quedaron incrustados en la pared que bordeaba la escalera por la que Josefa huía de su agresor buscando protección en el piso de arriba. Pero ella sabía que el potencial asesino se hallaba fuera de sí, y no dudó en escapar a un lugar más seguro utilizando una ventanilla tan diminuta que era imposible traspasarla sin que mediase una intervención de lo Alto.
Después del dramático episodio, tenía claro que no podía permanecer más en esa casa, y dado que su tío influyó en la fundación del convento de clausura de las Agustinas Descalzas de la Purísima Concepción y San José, determinó ingresar con ellas. No lo consiguió a la primera, pero sí después de tenaz perseverancia en su empeño. Al no tener formación, entró como hermana lega. Su misión en la clausura no podía ser otra que la que ella conocía bien: las tareas domésticas de diversa índole. Y las realizó con el espíritu encomiable que brotaba de su estado de oración continua. Era obediente y dispuesta, y estaba adornada con la virtud de la inocencia. Por esa razón, al profesar le dieron el nombre de Josefa María de santa Inés, la candorosa mártir de los primeros siglos. Sus hermanas de comunidad se referían a ella como «la niña». En su oración tenía presentes las necesidades que muchos le encomendaban, rezaba por las almas del purgatorio y ofrecía sus penitencias por los demás.
Al no saber leer ni escribir, le solicitaron al prelado que le permitiese asistir al coro sin más pretensiones, ya que no podía formar parte de él. El obispo dio su autorización, pero entonces las religiosas descubrieron en ella otro sorprendente prodigio. Vieron que podía cantar las oraciones del Salterio maravillosamente sin desentonar y con una belleza admirable en su voz con tan solo contemplar la estampa de un Ecce Homo que divisaba desde el ángulo del coro en el que se situaba. Y es que, a lo largo de su vida frecuentemente tuvo éxtasis y revelaciones. Numerosas personas principales del lugar acudían a recabar su versado juicio confiándole problemas que les acuciaban. El director espiritual que la asistía, manifestó: «Tratada en cosas tocantes a lo del mundo, parecía no tener uso de razón ni discurso; pero en punto de virtud y perfección discurría como un santo Tomás y aconsejaba como un san Pablo». A fin de cuentas, esto es lo único que importa. Las sabidurías de este mundo, en palabras paulinas, son necedades a los ojos de Dios (1Cor 3, 18-9). Josefa murió a los 71 años el 21 de enero de 1696. Su cuerpo incorrupto desapareció al estallar la Guerra Civil española en 1936, aunque se conservan algunos de sus restos en el monasterio de Benigànim donde se produjo su fallecimiento. Fue beatificada por León XIII el 26 de febrero de 1888.