«La imponente historia de esta niña que pactó con Dios para rescatar a su madre de las flaquezas en las que se hallaba inmersa, ofreciendo su vida por ella, revela la grandeza y el poder de un amor que supera lo imaginable»
Ordinariamente las madres no se limitan a traer al mundo a sus hijos. A partir del instante en el que conocen que están encinta, establecen un vínculo indisoluble con ellos enlazando para siempre un destino imantado por un amor ciertamente inconmensurable. El gozo y la aflicción forman parte de una maternidad permanentemente dispuesta a dar la vida por el fruto de sus entrañas mil veces antes de verlo perecer. Pero, en ocasiones, este sentimiento es patrimonio también de los hijos, una experiencia que marcó la vida de Laura. Ella, alimentando la presencia de Dios con un estado de oración continua, se apresuró a ofrecerse a sí misma en holocausto por el ser que más estimaba en el mundo: su madre.
Nació en Santiago de Chile el 5 de abril de 1891. Prácticamente no llegó a conocer a su padre, influyente político y militar chileno, ya que éste falleció en Temuco, un destierro impuesto por la situación política, cuando ella no tenía edad ni de recordar sus facciones. Mercedes, de ascendencia humilde, viuda y con sus dos pequeñas, Laura y Julia, trató de rehacer su vida lejos de allí después de haber sobrevivido malamente como costurera y regentar una paquetería que fue desvencijada por desaprensivos ladrones. Al lugar elegido, Argentina, tardaron en llegar nada menos que ocho meses. Tuvo la desgracia de encontrarse con Manuel Mora, un gaucho de rudos modales, impositivo y colérico, que, como quiera que fuese, quizá pensando que podría dar a sus hijas un futuro mejor, lo convirtió en su compañero. Y, de hecho, en enero de 1900 pudo ingresar a las niñas en el colegio de las salesianas de Junín de los Andes lugar no excesivamente distante de Chapelcó, Quilquihué, donde Manuel tenía la hacienda de su propiedad.
Fue en el colegio donde Laura supo que la relación ilícita de su madre no era sana espiritualmente hablando, hecho que asestó un duro golpe a su inocente corazón. Era una niña madura que se había caracterizado por una inclinación natural a la virtud dentro de una pausada naturalidad y, por tanto, exenta de afectación. De modo que la profunda aflicción que mostró no podía calificarse como el fruto de algún desequilibrio emocional o algo parecido, aunque el sentimiento que le provocaba la noticia fue perceptible por sus formadoras que tomaron medidas pertinentes para suavizar la situación.
La sombra de la condenación de quien le había dado la vida era una losa de inmensas proporciones para Laura que no halló más salida que ofrecerse a Dios en sacrificio. Lo consultó con su confesor, el padre Crestanello, salesiano avezado en la formación espiritual, quien le advirtió: «Mira que eso es muy serio. Dios puede aceptarte tu propuesta y te puede llegar la muerte muy pronto». Ella no se arredró. Coincidiendo con la recepción de su primera comunión el mismo año de 1901, en diciembre se integró con las Hijas de María y se consagró a la Virgen. Manuel, que había marcado como una res a su anterior compañera, en el estío de 1902, durante las vacaciones escolares, quiso verter su lascivia en Laura que tenía 11 años. Ebrio y fuera de control se deshizo de Mercedes para dar rienda a sus bajos instintos con su hija, pero no contó con la bravura de la pequeña que pudo zafarse de él.
La angustia por la asfixiante situación en la que vivía su madre instaba a Laura a redoblar sus mortificaciones y penitencias con la esperanza de lograr su conversión y consiguiente abandono del lugar y del iracundo compañero. El día de su primera comunión había suplicado ardientemente: «¡Oh, Dios mío, concédeme una vida de amor, de mortificación y de sacrificio!». La vía hacia su libación definitiva se abrió con una tisis que se le declaró de improviso en 1903. Otro de sus sufrimientos añadidos fue saber que la situación ilícita de su madre era un veto para que ella pudiera abrazar la vida religiosa.
Con pasos gigantes la enfermedad se fue apoderando de su organismo y el dolor se tornó insoportable. «Señor: que yo sufra todo lo que a Ti te parezca bien, pero que mi madre se convierta y se salve». Aún intentó su madre que se recuperase fuera del colegio, pero no hubo remedio. En ese intervalo Manuel Mora volvió a cebarse en la beata porque fue testigo de una fuerte discusión entre su madre y él, y la niña medió para que Mercedes no claudicara y se sometiera a las consignas del hacendado. Éste maltrató a Laura con brutalidad y, aunque unos testigos impidieron que terminara con su vida, la dejó herida de muerte ya que no pudo volver a ponerse en pie.
A punto de abandonar este mundo, Mercedes supo por su propia hija que se había ofrecido a Dios para que mudase su conducta radicalmente: «Muero, porque yo misma se lo pedí a Jesús… Hace casi dos años que le ofrecí la vida por ti, para obtener la gracia de tu conversión a Dios. ¡Oh, mamá! ¿Antes de morir, no tendré el gozo de verte arrepentida?». Y arrancó de la madre lo que tanto había suplicado en un instante de altísima emoción para ésta, al ver que fenecía lo que más amaba en el mundo. «¡Oh, mi querida Laura, te juro en este momento que haré cuanto me pides… Estoy arrepentida, Dios es testigo de mi promesa!». Rubricada su determinación ante el sacerdote, como Laura le pidió, ésta ya podía partir en paz. Y musitando: «Gracias Jesús, gracias María», murió el 22 de enero de 1904. Juan Pablo II la beatificó el 3 de septiembre de 1988.